El Palacio de los Sueños

 "Porque en el continente nocturno del sueño se encuentran tanto la luz como las tinieblas de la humanidad, su miel y su veneno, su grandeza y su miseria. Todo lo que se muestra turbio y amenazante, o lo que pueda llegar a serlo al cabo de los siglos, manifiesta su proyecto primero en los sueños de los hombres."

 en El Palacio de los Sueños, de Ismaïl Kadaré. 


El propio acto de soñar consiste en crear y revelar un deseo que a su vez puede surgir censurado, deformado o incluso exhibiendo disfraces carnavalescos. Proseguía además Sigmund Freud que el soñar forma parte de una necesidad vital para el ser humano porque sin deseos ni vivencias que recordar, padeceríamos algún caos sin catarsis final. Seríamos protagonistas de alguna obra esquiloniana sin desenlace, tragedia. 

Ya nuestros ancestros intuían que los sueños debían poseer una función importante. Hubo coperos, panaderos y faraones en el Egipto de la Antigüedad que temían a intérpretes como José y al cual entregaban reinos y mujeres. Conquistadores como Constantino que bajo la cruz hicieron deshilar venas, brotar bramidos de desesperación. Imperios enteros hicieron cabalgar, volar, navegar los delirios más oscuros del mundo onírico.  Y aunque también hubo sueños de otra índole, más destellantes y nobles, por alguna razón se doblaban, se despeñaban y caían en un abismo de  pesadilla. Los sueños, ya ven, caminan entre vidas y muertes. Alumbran o ensombrecen nuestro universo. 

De la misma manera, consciente del presente pasado, de la omnipresente historia, Ismaïl Kadaré nos muestra -con o sin psicoanálisis- la existencia de esos tan actuales y vetustos palacios de los sueños que poseen imperios, regímenes y estados acelajados con oscuras incertidumbres. Quién sabe si los sueños enviados por todos los ciudadanos al Tabir Saray (Palacio de los Sueños) deben ser considerados como un preludio de la Apocalipsis o bien como la definitiva ruptura con los muertos del pasado, el centelleo anhelado. Son una de tantas dudas que se hace el joven Mark-Alem tras ingresar como funcionario al reino de los sueños. Con incertidumbre y acelerados pálpitos dilatará sus ojos en ese palacio que William Turner pinta en la portada como una elegante prisión.  Creará ecos en los pasillos, se perderá en sendos departamentos y sueños (im)posibles de interpretar para así intentar impedir la historia ya escrita de lo que hoy conocemos bajo esa hermosa pero maltrada región, palabra que condenaron a convertirse en cruel término,  verbo aborrecible, impronunciable.

Ismaïl Kadaré tomando un café antes de romper los escaparates de los sueños.
En su obra "El Palacio de los Sueños" (1988), Ismaïl Kadaré dibuja con grandes dotes de narratividad un reino que él mismo vivió en la Albania de Enver Hoxha. Un reino indefinido, equilibrista que surca sus pasos entre vivos y muertos esperando una primavera incierta. Es una novela inquietante que no solamente se adentra en estos territorios anteriomente descritos, sino -como es propio en las novelas de Kadaré- en la Historia con mayúsculas que hila perfectamente la historia regional (de Albania y los Balcanes) con la universal. Y como la historia es humana, el escritor albanés fuerza a reflexionar sobre aquello que se escapa de la voluntad de los seres vivientes, de esas maquinarias y jerarquías que oprimen pechos, aniquilan neuronas e incluso apagan pálpitos.  Es además un tour de force para las cejas del curioso lector que podrían fruncirse si reflexiona sobre si los sueños, que Mark -Alem todavía no sabe diferenciar, son quienes devoran personas y tatúan historias o si somos nosotros quienes domamos a los sueños y los senderos del tiempo.  

El Palacio de los Sueños es, en definitiva, una pequeña pieza del subconsciente de Europa -tal y como afirmó el filósofo y sociólogo Slavoj Zizek en su día -,que queda por elevar al consciente. Una obra literaria que, de ser Sigmund Freund, interpretaría como el despertar de otros sueños ajenos para tantear la verdad.

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