La tristeza de los cítricos


Inmersos en el oxímoron de los almanaques, en la vida líquida que bien definió Zygmunt Bauman  -y en el cual ningún ámbito cuyo código semiótico rotula en torno a nuestros microcosmos tiene solidez, consistencia perenne- la oda a la alegría retumba exultante. En los Mass Media los semblantes exhiben un milagro cosmético risueño, los jóvenes posan una idolatría cuyo esteticismo ha dejado boquiabierto al propio Praxíteles y el ¡Splash! como los maratones deportivos, las frases más célebres de escritores cuya obra como órbita desconocen el común de los mortales, navega por las redes del inframundo dantesco, difundiendo un sentimiento grato, un éxtasis adictivo. A mandíbula batiente, con su adecuada indumentaria y su singular atrezzo musical -exento de complejas letras para evitar pensar- la masa vive una Acadia particular cuyo lema existencial se reduce en aceptar como propagar la idea de que el sentido de la vida se basa en ser feliz, en inhalar como expirar alegrías en todos los husos horarios de nuestra existencia. Transitan por nuestras urbes sonrientes, despreocupados, risueños en cada encuentro y transgreden en subestimar despidos, abandonos, enfermedades y demás dramas cotidianos con una confesa y cercana coletilla que adorna, en sintaxis, sus ánimos. Sí, hasta las muertes suelen celebrarse con recuerdos felices.

"Pagado", obra fotográfica propia. Todos los derechos reservados. 
Armados hasta los dientes con esta extravagante filosofía vital, con este maredamen propio de los Atlantes, los propios habitantes de esta De civitate Dei - al más estilo san agustiniano- son los agentes responsables de mantener el orden preestablecido. Ante el más nimio síntoma, asaltan e interrogan al sospechoso. Se ha incluso definido, de ser portador de ese extraño sentimiento, como "la enfermedad del alma" y no dudan en marginar, distanciar al convaleciente, acaso por el temor de contagiar o prender su fiesta vital. Es más, "ser un triste" es en este siglo XXI -en el cual también persiguen al intelectual e idolatran al ignorante- un término despectivo. Por tanto, "el triste" es ridiculizado como en un cuadro de Hieronymus Bosch, lanzado al ostracismo, condenado a ser el único responsable de su propio destino; algo que también ha observado con detalle Barbara Ehrenreich que al diagnosticarle un cáncer la única respuesta que obtuvo de su médico fue la siguiente: "¡Es un regalo!" 

La tristeza, que en tiempos de Séneca fue alardeada como un taedium vitae, exhibida con donaire sereno en las pinturas de Caravaggio y signada en el romanticismo con una belleza incalculable por Lord Byron o William Wordsworth, ha comenzado a extinguirse, a ser asimilada con similitud a la peste. Cuando este sentir que se taladra hasta más allá de la mesosfera de nuestras cavidades y regurgita un overbooking frente al mundo que no gira como el deseo nos cronometra es silenciado, se ha cometido un asesinato. Al igual que los cítricos cuya enfermedad deshoja bajo un lamento solo condecorado por una obra de Henry Purcell, todos tenemos el derecho a estar tristes en todo su esplendor. Al igual que los cítricos, uno tiene el derecho a morir de tristeza.
                   

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