La nostálgica lectura


-Sigue en su pesimismo biológico.
-Pesimismo histórico. No podemos hacer nada para frenar las destrucciones. Recuerda el viaje que hemos hecho y no sólo por Argentina, donde hemos ido del pingüino al glaciar como dos especies protegidas. No, siquiera el hombre ha accedido a la condición de especie protegida, especialmente si nace en Afganistán, en Etiopía o en Iraq, quién sabe, mañana. Si alguna vez volvemos a lo que hemos llamado normalidad para impedirnos la angustia, ¿cómo vamos a contemplar la lógica de los tiempos y las cosas? Hemos hilvanado casi las mismas desgracias que un viajero romántico del siglo XIX, pero nosotros lo hemos hecho en avión, y tú te pasas el día telefoneando, no sé a quién ni para qué. Sobre todo el para qué me parece enigmático. Que alguien se plantee todavía el para qué es asombroso o religioso. Y ante estos glaciares comprendo la afirmación de Paganel cuando se proclamó ateo pero creyente en la geofilia, una creencia emocional, tierna, como la que sienten por su madre casi todos los hijos de viuda. 

Diálogo entre Biscuter y Pepe Carvalho en Milenio - Volumen II. En las antípodas, obra de Manuel Vázquez Montalbán (2004). 


Con la última frase fresca bajo sus pupilas, dóciles en la contemplación de las latitudes provistas en el andamio de su cardiograma, emite un suspiro que coincide en la partitura de la casualidad con un domingo de resurrección donde las calles son el simulacro incondicional del festejo mórbido, por no decir simplemente lúgubre. El lector, cuya mirada ya es terreno anegadizo, símil de unas torres gemelas en estado puro ante su derrumbe inequívoco, cierra el libro y contempla la desolada estancia. Un gato duerme sobre su selecto sofá, los libros inundan las estanterías, los cuadros siguen encendidos, petrificados en el tiempo, como el sórdido silencio. Percibe la desnudez de su existencia como daño colateral de la lectura que en pocas ocasiones históricas es capaz de acometer, aunque ahí están los clásicos, la vigencia atemporal de libros que todavía no han sido carcomidos por la ansiada hoguera. 

Con Milenio, obra publicada póstumamente tras la desaparición de Manuel Vázquez-Montalbán, autor que en este recóndito rincón interplanetario no merece la pena reseñar por el ya asumido como consumido conocimiento sobre su figura y obra, se daba alcance al fin de tan entrañables figuras como son Josep Plegamans Betriu (Biscuter) y José Carvalho Tourón (Pepe Carvalho). Ambos fueron los principales protagonistas en la saga detectivesca producida por Manuel Vázquez-Montalbán que dejó huella en la literatura española como universal, por no decir en el género de la novela negra donde a día de hoy retumban sus ecos en las obras de Donna Leon, Petros Márkaris, Andreu Martín o Andrea Callimeri. 

Recuerda el lector que ahora suscribe este pedazo de escrito -mientras suena esa pieza de Antonio Machín, Amar y vivir en su Spotify y como alarde de la nostalgia atrincherada en su pecho- los días en los cuales observaba frente a los escaparates la obra póstuma de Manolo, inalcanzable por el ridículo estado presupuestario que convenía a un humilde estudiante de la facultad de Historia. Ahora, diez años después, fue la casualidad quien hiló el visado por conducto hacia esta obra de más de 800 páginas y que devoró en pocos días. En un local de libros de segunda mano hurgó y halló dicha última aventura de Biscuter y Pepe Carvalho, enigmática como trepidante y que supuso también descorchar la memoria sentimental del lector. 

Se retorna al año del 2002, año de ingenua militancia pero inflada de ilusión, de curiosidad y vitalidad transportada en una bicicleta que no esperaba a su conductor. Un año que presagiaba, en plena aznaridad, una guerra imperial en Iraq y que haría tambalear los fustes de la geofísica, lubricante de la crisis neonata de nuestros días. Es ahí donde Biscuter y Pepe Carvalho emprenden un viaje por el mundo, una última ronda por sus recuerdos en cada nuevo rincón del mundo donde tendrán que codearse con personajes extraídos de novelas de Julio Verne o del mundo (ir)real. 

Milenio es reencontrarse con el paladar, con la reflexión perpetua del mundo cambiante, con los retos que heredarán otros con nuestra ausencia impuesta mediante Boletín Oficial del Estado Natural. Es abrazarse al puntual humor montalbaniano y su exquisita como punzante narrativa, navegar por la memoria -individual como colectiva- que esconde cada nuevo rincón del accidentado viajero que huye del coyuntural índice de audiencia que impera en la rutina. Recorrer el mundo para, finalmente, hallarse otra vez en el punto de partida y advertir que uno solamente puede suspirar, fumar aquella canción de Antonio Machín

Por qué no han de saber
que te amo, vida mía,
por qué no he de decirlo,
si fundes tu alma con el alma mía.

Qué importa si después,
me ven llorando un día,
si acaso me preguntan diré
que te quiero mucho todavía.

Se vive solamente una vez,
hay que aprender a querer y a vivir,
hay que saber que la vida se aleja
y nos deja llorando quimeras.
No quiero arrepentirme después
de lo que pudo haber sido y no fué,
quiero gozar esta vida teniéndote cerca
de mi hasta que muera.


Envueltos en ecos lejanos, el piar de las golondrinas del atardecer y el inmutable silencio. Delega el abatido náufrago, el lector de su nostalgia e inmerso en el preludio de los días venideros, los dos tomos cerca del teléfono. Esperando una llamada que no llegará, de la lectura y el escriba tamizados en el tiempo.

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