Reminiscencias de un lector caído en luto


De amar mucho tienes la palabra que persuade, la mirada que vende y que turba...

Dulce María Loynaz, en Poemas sin nombre (1953). En su Poesía completa, La Habana, 1993.


El furtivo lector, etiquetado a la par en el más consagrado anonimato, abriga siempre una dualidad poslectora. Por una parte rememora el instante, el proceso en sí, y por otra la comprensión conclusa de la obra consumida. Por ende, es capaz de advertir en una rauda mirada ante los apilados libros de su biblioteca no solamente el contenido de cada uno de ellos, quizás una síntesis del estilo literario del autor, un post-it epistemológico sui generis, sino también un informe geofísico de la lectura. 

Así rememoro un caluroso verano en el cual devoré en pocos días Cien años de soledad. Lo leía durante el desayuno, en la playa, en los bancos de las plazas abanicándose en una ciudad huérfana pero  deslumbrante. Crónica de una muerte anunciada debe todavía contener hoy trazas de salitre y una alta dosis de partículas de arena en sus costados. El coronel no tiene quien lo escriba seguirá padeciendo un contagioso insomnio como la de su lector y Memoria de mis putas tristes como Amor en tiempos de cólera, perfumadas por el aroma del café que se adherían en cada rincón de la ciudad donde se dejaban doblegar junto al lector. Ahora, todas estas obras yacen vaporosas y algo adormiladas en las estanterías de la casa de mi padre. Pero sus mundos, sus lecturas, perviven en el pastiche de mi memoria. 

Gabriel García Márquez solía escribir descalzo, sosteniendo la pesadez de su caldo cultural, de la existencia, con una mano mientras la otra se adentraba en los mundos soñados. Macondo era un lugar (in)existente, el eje vertebral de su obra y más allá de la reivindicación de una identidad cultural como histórica de un continente como era y es Latinoamérica, fue también una referencia global por los patrones universales ahí presentes. Cien años de soledad ahondaba en una historia concreta que era, a la par, del común de los mortales. Una metanovela, con voz coral, donde sin salir de Macondo conocíamos un universo inconcluso, mágico, tan irreal como real. Era, sin duda, desde la primera frase tan contundente hasta ese final tan desgarrador una novela que dejó cicatriz y nostalgia bajo los poros del lector que suscribe este cachito de reminiscencias. 


Gabo era el núcleo del conocido boom latinoamericano, lanza plateada cuya punta destellaba el hasta ahora desconocido realismo mágico tan bien representado por Juan Rulfo y su célebre Pedro Párramo o por el cubano Alejo Carpentier que descorchó como pocos lo real maravilloso con esa genial obra conocida como El reino de este mundo. Gabo había bebido de ahí pero su estilo literario era pulcro, ligero y, sobre todo, tierno. Gracias a él se pudo conocer a otros escritores latinoamericanos que se incluyeron en el boom, tales como Mario Vargas Llosa con su obra La ciudad y los perros o la figura como obra de Julio Cortázar al cual Gabo le tenía una profunda admiración y envidia (siempre sana). Complacido quedó además el mundo al ver en Gabo también la concerniente voz de la izquierda latinoamericana, cofrade, abrazo compartido con revoluciones como la emprendida en Sierra Maestra. Fue por ello -o por otros asuntos más personales, dicen- que hasta saltaron puñetazos entre Gabo y Mario Vargas Llosa, dos antagónicos dentro del hemisferio ideológico. 

Ahora se conflagran en los diarios, en las redes sociales el recuerdo obligatorio, se le ensalza como tótem. Las librerías se inflarán de todas sus obras ya conocidas y hasta se publicará una obra inédita, bien guardada en una gabeta de su casa de Ciudad de México. Difícil lidiar con la lengua imperial de lo políticamente correcto y el sentiero que siente un lector caído en luto, cuya voz se apaga en ecos de pupilas que no lloraron con sus obras en soledad. 

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