Black and white


Pack up all my cares and woes,
here I go, singing low:
Bye, bye, blackbird.

Where somebody waits for me,
tracy sweet and so is she:
Bye, bye, blackbird.

No one here can love or understand me
and all the hard luck stories they all hang on me.

Make my bed and light my light,
I'll  arrive late tonight
Blackbird, bye, bye. 


Cuando las brújulas andan varadas en la playa del tiempo o el propio tiempo ha dejado su existencia tras una silueta trazada con tiza sobre un umbrío asfalto, uno intenta de huir como un enloquecido Peter Lorre de la marca que le ha cincelado la jauría humana en su espalda. Se hunde, por ende, en mundos del extrarradio, en pastiches tan solo frecuentados por ilusionistas de la talla de un Houdini o bien en la lluvia rociada por letras orquestadas por un Raymond Chandler o moldeadas y prensadas en corcheas, en partituras de Boris Vian

Rápidamente uno parece ser preso de los chasquidos pautados de un iracundo James Cagney que te tapiza y revierte en un gentleman de una época borrada por los vientos huracanados de la semblanza propia de la historiografía. En mi cosmogónica y ensoñada ilusión hay un rincón donde lights and stars alumbran un nido de empinados rascacielos y la escala de colores se simplifica en grados de blanquinegro. Hombres como mujeres se enroscan en un glamour que encumbre sus insomnios, las ojeras que no atrapa una cámara, que destilan borracheras a base de gins, whiskies y cocktails de discutible grado de inmolación existencial. Hebras plateadas envuelven seres errantes de la noche sempiterna, sombras que fuman desesperadamente de un Chesterfield o un Lucky Strike, quizás de cigarrillos que conservan en una metálica pitillera que extraen de su pecho con el mentón hundido. El asfalto vibra como un saxo delirante, propio de un Charlie Parker, un Wayne Shorter o un Jackie McLean. El reposo del vagabundo, su hombro sobre cualquier alumbrada farola o el crujido de los codos sobre la barra de un olvidado bar, posee el lirismo del piano de Bill Evans o Count Basie y el ronroneo de la somnolencia, el calco fidedigno del sedado suspiro de un Chet Baker o bien a alfileres edulcorados pero dolorosos, como si fingieran ser esa trompeta de Miles Davis

La derrota extraída de cualquier cinta de celuloide de Michael Curtiz o John Ford es sinónimo de belleza. Son Humphrey Bogart o Lauren Bacall quienes, encallados en un pronto atarceder, sostienen un destello de pérdida entre sus manos mientras un halo desesperante inunda la estancia. Sorben del brillo y el resquebrajo de los hielos algo que jamás volverá. Ensimismados en sus pensamientos, con la mirada extraviada, maldicen el pasado que son. Indómitos, imposibles de ser despertados de su pétrea convicción, de ser sacudidos por ilusiones ópticas, saben que andan presos de su propio filme que será visionado como el mito de Sísifo, como la condena de un Prometeo. 

Si la cámara desatiende esa pose embestida y cuya neonata convicción se ancla desnuda de recompensa alguna , obtendrá el permiso de percibir el ablandado canto de un miembro del Rat Pack o cualquier diva, a saber, una Sarah Vaugahn o bien Diana Washington o June Christie. Sonaría alguna canción cuya finalidad es ser el prozac idóneo contra el derrumbe del maderamen de la existencia de uno pero que acaba siendo un Remind me o un You've changed, Heaven can wait o bien un Bye, bye, Blackbird. No, no hay escapatoria de esta isla ajena a las coordenadas de la realidad, del estropicio que causa la locura de las bocinas de la temporalidad; de los enfebrecidos minuteros que acompañan cada asalto de las obligaciones descompasadas y propias de la realidad. En mi caso, me veo enclaustrado en este mundo soñado y no hay sirena que persuada a Ulises de volver a la autopista de los horarios preestablecidos. 




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