Ventanas abiertas


I. 

Leía el otro día en una novela de Simone de Beauvoir que la escritura es un estilo de vida. Aquello lo subrayé -como es sana costumbre en mí- a lápiz. Distancié el libro entreabierto. Me rasqué la coleta, después la barba y contemplé a las hormigas tras la cristalera de la cafetería. Portaban bolsas, se anclaban en sonrisas, corrían algunos a pasos febriles, otros al ralentí. Había pasas que agonizaban el fin de sus universos, lloros, sueños que eran arrastrados por madres preocupadas. Estuve así un tiempo y sin darme cuenta ya había pasado casi medio año. Al querer pagar, un pordiosero se me acercó y me contó todo su horror enlatado con el único suplicio de invitarle a un café. Pagué mi café y el suyo. El hombre, amablemente, me dio las gracias y yo le brindé con la suerte que andaría huidiza entre los altivos edificios de la ciudad cuyo rasgo fundamental era simular sombras ante los rincones de lucidez. Me senté en la guagua, me puse los cascos y extraje mi libreta. Efectivamente, tan solo había versos sueltos, pensares pensativos, juegos apalabrados. Me oxidaba. 

II. 

La observé desde la camilla. Percibía el teclear y me imaginaba que la redacción del informe médico era una partitura para piano de Pascal Comelade. Se giró. Me tumbé. Estiré las piernas, las hice girar, volcar, bajar, subir. Me volví a inclinar, a sentarme al borde de mi existencia. Ella volvió a teclear sobre el piano. Dio un suspiro en su silla giratoria y de pronto la vi de perfil mientras rellenaba algo a mano en mi abultado informe. 

-¿Tienes hermanos? 
- Sí, uno. 
- Y...
- ¡No, no! Él es todo lo contrario, un auténtico armario -le contesté, simulando con gestos cómo sería ser un mueble, con mofletes inflados inclusive. Reímos. 
- Se ve que te quedastes con todo lo malo. 
- Por suerte -sonreí. 

Contrastó informes anteriores y escaló en un tono mayor su voz: 

-Pues veo que más o menos te mantienes. Quizás la fatiga y el cansancio hayan pasado factura pero te veo igual que hace un año. 

No contesté. Sonreí. Nos despedimos. 

Al cruzar el umbral de la puerta de la sala de espera, contemplé cómo mi padre se acerca para tomar la voz periodística y cuyos interrogantes envuelven al deportista tras la encrucijada en cancha ajena. Respondes con disciplina, con un lenguaje cordial. Ya en el coche se fragmentan las palabras pero mi mente anda contemplando las nubes, las casas quedas, los transeúntes cuyas cestas esconden historias. 
Me despido por un instante. Me lanzo a la piscina, chapoteo, suspiro, cierro los ojos, me río al ver a los monitores enseñándoles los primeros nados a los niños en las calles a mis costados;  lo torpe que sueltan burbujas, suspiros, sonrisas. A la hora salgo del agua con la piscina casi vacía y el sol enredándose entre los contornos. Me saludan. Saludo. 

-¿Segundo asalto?
- En ello estoy. 

III. 


Lienzos rellenos. Guitarras expectantes. Papeles. Libros. Una canción de Alessio Arena. El gato, cansado de abrir cajones, dormitando sobre la silla. Contemplo la estancia. Tengo la manía de no conservar fotografías en toda mi estancia. Supongo que por miedo a que se caduquen en un color sepia. No conservo ni de mis seres más queridos, siquiera de mí mismo. Será por ello que me aparecen en sueños o en improbables ruedos de cabeza, en nostalgias pasajeras. A veces, en sueños, se me aparecen los fantasmas. Ahora, en horas estivales donde ha desaparecido el despertador y dormito hasta cuando el cuerpo o el tierno ronroneo me asalta con su húmedo hocico, suelo comprender los sueños. En uno de ellos aparecía mi abuela materna que era como mi madre. Llevaba un regalo para mí pero antes de entregármelo me cogió del brazo y me interrogó. 

- ¿Piensas en ella cuando te levantas?
- No. 
- ¿Al desayunar?
- Pues no. 
- ¿Cuando trabajas?
- Tampoco. 
- ¿Se te aparece en sueños?
- No. 

Sonrió, me dio un beso y me entregó el regalo. Lo abrí y contemplé que era un libro cuya portada era "El viejo y el nieto", de Domenico Ghirlandaio. No hallé título alguno, lo hojeé y no sabía lo que ponía. Pero al despertarme, supe lo que quería decir mi abuela. "Gracias", me dije y fue entonces cuando me llevé las manos a la cara y percibí con el tacto dos ríos que terminaban en mi barba. 





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