#37 Ana Moura - Desfado


"Quiere el destino que no crea en el destino
y mi fado es no tener fado alguno.
Cantarlo bien sin ni siquiera haberlo sentido,
sentirlo como nadie, pero no tener ningún sentido.
¡Ay, qué tristeza esta alegría mía!
¡Ay, qué alegría esta tristeza tan grande!
Esperar que un día ya no espere
a aquél que nunca viene y que aquí estuvo presente.
¡Ay, qué añoranza
que tengo de añorar!
Añoranza de tener a alguien
que está aquí y no existe.
Sentirme triste por sentirme tan bien
y alegre, sentirme bien,
sólo por estar tan triste.
¡Ay, si yo pudiera no cantar, "si yo pudiera"!
Y lamentara no tener ningún lamento.
Tal vez oyera en el silencio que se haría
cantar una voz mía a alguien aquí dentro.
¡Ay, qué desgracia esta suerte que me ayuda!
¡Ay, pero qué suerte que viva tan desgraciada!
En la duda de que nada más seguro existe,
aparte de la gran duda de no estar segura de nada."


- Ana Moura & Pedro da Silva Martins 




    Existía una milésima franja en el cosmos donde los cuerdos de vida recta y segura -símil de un calendario o una calefacción- no eran capaces de vivir en libertad y se aferraban a una almohada si dormitaban su cansancio en un silencio desnudo. Denominaban aventura a una estancia en un hotel de tres estrellas con desayuno incluido y un plano urbano brindado por el recepcionista. No dudaban jamás de la inexistencia de un mundo injusto y, de soslayo, se avergonzaban de los titulares matutinos en la radio. Cuidaban su dieta y la paz interior con el grosero pretexto de ser eternos y exclamaban en múltiples lenguajes el mismo idioma insípido como fraudulento de contenido. 

    Empero, también estaban esos solitarios locos quienes tenían por patria un fado que revolucionaba durante todo el día en su vinilo interior. Aquellos que no compartían obra literaria sino consigo mismo y bailaban la madrugada ebria como un instante sin ser tiempo encopetado. Quienes fumaban bosques sabiendo que sus breves treinta y cinco años eran más que una eternidad y juraban todos los días no levantarse por tener resuelta su existencia con gracejo. Eran ánimas como cronopios que amaban sin fronteras y sabían con certeza que el destino era un invento de cuerdos, un espejismo de los que germinaban realidades falsas y ajusticiaban por imaginario propio a quienes no se amoldaban a sus impresoras. Ante las injusticias apedreaban la calle, colgaban gritos en sus terrazas y blindaban muros ante el invasor de lengua larga. Viajaban sin aventuras, a pleno pulmón a lugares no indicados en agencias de viajes, danzaban su tristeza y cantaban en soliloquio un fado alegre donde no había libro, niño o árbol que plantar. Sus vidas eran la feliz desgracia que todo cuerdo envidiaba. 


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