Sei de um rio


"Sei de um rio,
rio onde a própria mentira
tem o sabor da verdade." 
- Camané

Al salir del Museo Coleção Berardo se percibe el aliento del atardecer. Se inspira con nostalgia abatida el sabor del césped, contempla la dorada como débil inclinación de la lumbre entre los olivares, el Tajo teñido sobre el cual cuelgan aislados y diminutos veleros tras un olvidado faro. En la bucólica explanada corretean niños, se dejan caer por doquier parejas, pasos, voces hechas sombras oscuras ante la última luz del día. Percibe el espectador un encogimiento en el pecho como quien se encuentra en el Povo y , de pronto, mengua la luz y -custodiado por dos guitarras- asalta el canto de una fadista recordando una Súplica o Triste sorte capacitada para eviscerar la compostura de los conductos lacrimales o descorchar una saudade habitada bajo la coraza de su propia existencia. 

A trote derrotado por empedradas calles pero conservando intacto el maderamen interior, uno se consuela y observa a los viandantes, sus historias ocultas, medita y ríe con la compañía de los amigos y respira fumando en los cafés esperando ausencias, contemplando el pulso del viajero que huye, del sudor que se encuentra con el pan del trabajador o bien los edificios que no se desisten en sobrevivir con sus azulejos, con su osadía y temple al tiempo y su muerte. Poder enamorarse se puede, aunque sea un sufrimiento. Como enamorarse de una plaza de noche sobre una colina, de las afiladas cuestas, los tranvías prohibidos y vibrantes, los rincones ocultos tras los mapas. Se pasea a trote derrotado pero vivo, amarrándose al aliento de los pasos de Pessoa. Uno se deja caer plomizo en terrazas o restaurantes, se desvive el paladar con su humilde y extraordinaria gastronomía que albergan algo de añoranza y alegría. Incluso los bares de siempre atesoran un carácter sobrio capaz de enternecer al transeúnte y cobijarlo en una latitud placentera. 

Allá, en lo altivo, levitan y se deslizan armónicamente las gaviotas con sus lejanos graznidos bajo un cielo azul y Lisboa transmite, pese al rumor de los viandantes y su tráfico, sosiego y modestia, como una elegante dama que, con alma cándida, canta a lo perdido más allá del río serpenteante que representa nuestra respiración. Años atrás pensaba pisar esta ciudad con quien me mandó una postal de corcho. No recordarla como lo perdido, como los pasos que se desgastan y quedan abatidos en una terminal postrados en una silla de ruedas tranquilos, oteando el horizonte y asimilarla, a ella,  a un fado, sería mentira. Y era obvio que leyendo a los grandes poetas lisboetas, bebiendo una década fados o anotando los relatos de mi padre no cayera en esta ciudad. Ahora sí, lo sé: sé de un río donde la propia mentira tiene un sabor de verdad. 


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