Italo Calvino - Palomar

Su prosa más francesa que toscana 
su estro más volteriano que tradicionalista: 
su sencillez no gris, su mesura no tediosa, 
su claridad no presuntuosa. 
Su espléndido amor por el mundo 
fermentado y enrevesado de la fábula. 

 - Pier Paolo Pasolini (1960)

        El señor Palomar es uno de esos seres extraños que alberga bajo su coraza una melodía semejante a Cat's Whiskers, de Laurent Dury. Es una cadencia acorde a la curiosidad insólita que todavía late en él, tierna e inmutable, sólida y extraña en tiempos donde una bandada humana corre de un extremo a otro, habiendo desaprendido la vida contemplativa. Porque el señor Palomar es, ante todo, un observador. Allí en medio, entre codazos e increpaciones, entre fruslerías de bocina y famélicos aplomos, el señor Palomar se halla imperturbable, con el mentón alzado, contemplando algo en el cielo. Al señor Palomar me lo imagino alto, delgado, quizá con una constitución y un andar parecido a Jacques Tati (seguramente porque leí que, muy de vez en cuando, se fuma una pipa). Observa un cielo atestado de estorninos y, boquiabierto, permanece ahí de pie pensando sobre el paso de las estaciones, el motivo de su admiración ante la danza de estas aves sobre la intemperie de Roma, el vínculo con la naturaleza y otras cavilaciones. El señor Palomar es así. No es precisamente una persona locuaz y tiende a morderse tres veces la lengua antes de emitir una opinión o reflexión en voz alta; pero sí que posee una tendencia a abstraerse con facilidad en cosas en las que nadie presta atención y reflexionar profundamente. Puede estar horas contemplando y describiendo las olas del mar, sentarse frente a su jardín e intentar descifrar el lenguaje de los mirlos o pasear por el zoo y, mientras examina la carrera de las jirafas o los movimientos de un gorila albino, meditar sobre los símbolos o su concepción como sentido del tiempo. El señor Palomar, en realidad, siempre anda bullendo pensamientos, sea paseando, admirando la aparición de la diáfana luna sobre el firmamento propio de una tarde estival o bien relamiéndose frente a un surtido de quesos en plena compra. Piensa en modelos de explicación, esquemas, sentimientos, mecanismos, metafísica e incluso en la trascendental y siempre olvidada relación recíproca entre queso y cliente. 

           El señor Palomar es, a los ojos de los demás, una persona común y cuya existencia transita sin verse alterada por sucesos o vivencias excepcionales. No lleva móvil, siquiera reloj y a veces le parece más fascinante contemplar, junto con la señora Palomar, una salamanquesa que ver la televisión. El mundo del señor Palomar es nuestro mundo. En él se pueden hallar los mismos objetos o fenómenos que tanto fascinan al señor Palomar pero que a otros les parece insustancial e ignoran de manera jocosa o con un aire de desdén. Pero eso al señor Palomar no le importa. El señor Palomar halla en un mirlo, en un trozo de queso o en una pantufla una conexión con el pálpito del universo, el yo con la inmensidad del cosmos y todas sus concatenadas multiplicidades. El señor Palomar, en realidad, no vive pero existe. Es un personaje de ficción y cuyo aliento emerge de la grafía latente de un escritor que se llamaba Italo Calvino. Y aun así, he conocido al señor Palomar. Se hallaba sentado sobre una tumbona, en una playa oscura como el azabache. De vez en cuando se apreciaba la intermitencia de una luz en plena oscuridad donde solamente se podía percibir el batir del sereno oleaje. Era el señor Palomar que, esporádicamente, encendía su linterna para consultar la carta estelar para después volver a apagarla y alzar la vista al cielo, contemplar la Vía Láctea y las diferentes constelaciones de estrellas. Con sigilo y curiosidad, las sombras se vieron atraídas por el enigmático parpadeo de la luz. Una pareja de enamorados, un barquero, un vigía, quizá yo mismo, nos acercábamos al señor Palomar. No era preciso intercambiar palabra alguna. Y me imagino a esos pocos curiosos que han leído al señor Palomar sentarse junto a él y elevar su mentón, contemplar el cielo estrellado para sentir esa extraña sensación de sentirse vivos. Y lejos, muy lejos de la neurastenia que padece nuestra sociedad. 

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