Río de la seda

La luna viene por los caminos, 
alumbra el sueño de mi destino, 
que viene, que viene por los caminos. 

 - En "Río de la Seda", Vicente Amigo (2013)

    El sueño no antecede a los caminos, surge mientras avanzamos en ellos. Y alguien frunce el ceño, duda, ralentiza su marcha porque, como bien recordaba Milan Kundera en su obra "La lentitud", existe una ecuación propia de las matemáticas existencialistas: «el grado de lentitud es directamente proporcional a la intensidad de la memoria». Y otra: «el grado de velocidad es directamente proporcional a la intensidad del olvido». Pero ahora, quien traquetea y duda, marcha ahora con menor intensidad. Rememora. Recuerda mientras transita calles nubladas, observa con desdén a los demás viandantes y suenan temas musicales que seguramente han accionado y revivido la existencia de un departamento cerebral oculto. Y, semejante al oleaje sedoso que observa, rebobina. Tanto es la afluencia de imágenes y palabras que ya no camina. Inmóvil percibe la música bajo sus cascos de cosmonauta, observa la mar, percibe un tibio rumor del oleaje pese a los acordes de la guitarra en estéreo que se acojen a su percepción. Y solamente reemprende la marcha cuando aparecen en su memoria aquellos episodios que quisiera borrar, que le avergüenzan, que le alteran las pulsaciones, el funcionamiento correcto bajo su caja torácica. Se cumple la segunda ecuación matemática: «el grado de velocidad es directamente proporcional a la intensidad del olvido». Pero mientras avanza con tanto dolor que hasta percibe un caminar extrañamente firme capaz de poder arrojar su muleta y señalar un milagro, mientras avanza con tanto odio envuelto en los calendarios, alguien lo para. Lo típico. Un señor mayor que siente lástima por su cojera, su avance herrumbroso, el rostro lóbrego y efusivo. Quiere saber, ansía saber qué le pasa. Y se lo explica y siente pena. Y el odio del viajero que huye es mayor pero ya ha claudicado hace tiempo. Le sonríe al octogenario señor y expresa, asintiendo, que hay que vivir, aceptar los designios, la voluntad involuntaria. El señor le regala un libro y le explica que la iglesia anda dormida. Muchas bendiciones y tal. Y el Robinson urbano, aquél que solamente parece atraer a quienes se consuelan y sienten pena, que no entienden un mundo repleto de injusticias, sonríe, recoge el libro y piensa: «Vale. Otro más». Reubica sus cascos y reemprende la marcha. Piensa y se reafirma: «Estar solo. No hay más». Siquiera su padre, sus familiares, sus amigos le entienden o son capaces de aceptar que es anormal. Es un paria, un despojo, un margen que no se ajusta a los cánones de la mundanidad. Alguien al que hay que rendir culto a la tristeza, a la lástima o a la compasión y subsiguientes sinónimos. Alguien a quien no se comprende y no se persevera en entender o extraer y cuidar las virtudes emanadas de él. 

    Así que el anormal -que, parece ser, fue normal- camina carente de sueños, esos cuyas vibraciones surgen en los caminos. Los que tuvo, se dice, ya no serán. Porque el tiempo, antes divisa de fortuna, ahora deletéreo, se asemeja al universo: se extingue. Camina varios kilómetros sabiendo que cualquier tropiezo sería una hecatombe. Y se para y vuelve a admirar a la mar. Se quita los cascos que han sonrojado sus orejas. Percibe con mayor intensidad el rugir de las silentes olas. Cierra los ojos y comienza a imaginar una partitura, un lienzo. Recuerda pincelar, dibujar paredes que ya no están. Un resoplo. ¿Cómo rellenar este tiempo que los organismos insisten en alargar? Si siendo normal ya era ausencia, ahora, anormal, la soledad es estruendosa. Y el anormal se aferra al goce estético, al arte, empero, duda de su propia existencia, de nunca haber sido entendido, siquiera querido. Quizá no era su mundo. Quizá ya esté muerto. Y recoloca sus cascos y suena un tema de Vicente Amigo: Río de la Seda


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