Cold little heart


El verano es tiempo propicio para el insomnio. El gato duerme plácidamente sobre la butaca de la biblioteca. Una paleta de colores descansa junto con sus pinceles y lienzos sobre la mesa del salón. La nevera ronronea sigilosamente desde la oscuridad. Me he desprendido de la novela de Nick Hornby (con la cual me estoy riendo mucho) y, bajo una anaranjada sombra que se desprende de la lámpara del escritorio, he vuelto a releer el cuaderno de sueños oníricos. Mientras suena Michael Kiwanuka desde el ordenador y con los cascos puestos, sonrío. Me hace gracia -desde la distancia de casi un año- cuando soñé lo siguiente: 

Estoy en una cafetería con varios compañeros del trabajo y una alumna. Me aburro, quiero irme. Finalmente lo consigo y aparezco en una enorme librería. Busco un libro en alemán, dudo si comprarlo. En lo que hojeo y vuelvo a poner la mirada sobre la estantería, los objetos se han alterado. Me encuentro a mi padre en la caja para pagar el libro. Observo que mi padre también va a comprarse una guía de viaje enorme que me parece familiar. Sin embargo, me asombro y me pregunto en el sueño desde cuándo a mi padre le gusta leer guías de viaje por placer. De un salto aparezco en una floristería con mi padre. Nos atiende una señora con algunas canas. Me apetece escoger un pequeño árbol (me encantan los árboles) pero la dependienta me indica que mejor un cáctus de cuya superficie brota una flor amarilla. Me preocupo por el cáctus y le pregunto a la dependienta sobre cómo poder cuidar al cáctus durante el trayecto de vuelta a casa y cuánta y qué tierra necesita. Y la señora dice algo curioso: "Yo solo me encargo de hacer crecer las plantas". 

 Sonrío mientras emano hileras de plata en la noche. Sonrío porque creo que el sueño dice mucho del letargo que padecí, del laberinto al cual me adentré y cómo empezaba a salir sin saberlo. Hace dos semanas retorné de un viaje que hice a solas a Italia y ví que era capaz -pese a la enfermedad- de continuar siendo el mismo mochilero solitario de siempre. Verme, pese a los obstáculos, subir y bajar de los aviones, los trenes, pasear por las ciudades, sentarme a tomarme un café, exhalar humaredas, cerrar los ojos bajo la sempiterna luz del sol. Estar en calma. Contemplar obras de arte, el atardecer frente a los ríos, comer en una recóndita trattoria con tranquilidad, reírme a solas. Reírme. Reír. Curiosamente, durante todo el letargo, fui incapaz de escribir. Apenas me cuidada. Pero la lectura siempre me acompañaba aunque nunca con la asiduidad que vuelvo a tener. Y reírme con ellas. Apenas veía cine. Y de pronto me ví en un festival de cine. Calcino con la mirada -ahora- kilómetros de celuloides de Rossellini, Bergman, Bresson, Guédiguian (¡he vuelto a encontrar ese filme que no encontraba desde que la ví en mi estancia Erasmus!), Jean Becker, Yasujiro Ozu, Kurosawa y una eterna retahíla. Vuelven a recobrar sabor los platos que cocino fuera del mundo ordinario. Recobro el interés por realizar mis tediosos ejercicios físicos. Respiro. 

Ahora, a estas horas de la madrugada y la libreta apartada, no sabría indicar cuáles fueron los ingredientes que me permitieron retornar. Salir de una depresión sin verse obcecado por cantos de sirena no es fácil. Quizá alteré la pirámide de Maslow o simplemente asumí mi estado sacando su mejor provecho rescatando el mapa que indicaba quién era y soy. Me aparté de los déjá-vu y me juré que jamás creería en nadie más que en mí mismo. Contemplé mi vida hasta ahora y me dije que no lo hice nada mal. Quizá eso me tranquilizó: saber que nunca me traicioné. Allá los otros con sus vidas ordinarias. Es un poco como la canción de Michael Kiwanuka o como decía la dependienta de cabello canoso en mi sueño: creer en tí y en lo que fuiste pese al eterno Blitz. Nadie va a estar ahí. 





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