Another coffee and cigarette day



 "Ahora me he dado cuenta de que sólo voy a hacer una cosa: nada. Ni más posesiones ni más recuerdos, ni amores o amigos ni ataduras. No son más que trampas."

- Julie a su madre, en "Tres colores: azul", de Krzysztof Kieslowski, 1993.


Tras el visionado de la última como esperada obra de Ashgar Farhadi, Todos los saben (2017), me vino a la mente esa otra cinta delegada a las antípodas de la adolescencia guarecida en cajones. Viendo a un abatido Paco (Javier Bardem) en las postrimetrías del filme, pensé en aquella frase lapidaria, en la denuncia de Kieslowski sobre el maderamen de la sociedad occidental: la trampa. Una argamasa milenaria, prácticamente genética incapaz de diluir. Múltiples son las evidencias de la búsqueda de la huída, de la azulada libertad por su taciturna condición, empero, nadie la obtiene. Siquiera con la aparición de los créditos finales se supone que Paco, derrotado, no conseguirá la ansiada libertad y paz que pensaba ya poseer. Tampoco Julie. 

En toda expresión artística hay una búsqueda desesperada por buscar un sentido vital tras una catarsis o hallazgo consciente de la banal existencia que básicamente se puede sintetizar en las siguientes opciones: o te adaptas a la macroestructura social o bien terminas asesinado por el escritor que te dio vida. Sin embargo, uno ansía un término medio, alargar la libertad que aparece en la vida de Julie sin interrupciones o bien en la de Paco o Andrey Bolkonsky, Jean Valjean, es decir, sin frecuencias distorsionadas. En mi caso, soy afortunado de vivir en ese entre paréntesis de libertad genuina -podría  incluso tildarse de cínica, según la acepción reivindicada- donde me desvinculo de esas groseras trampas de la sociedad. Como le decía el otro día a un compañero de trabajo: yo no confío en nadie. Y es mejor vivir así aunque muchos lo consideren un acto egoísta a la desesperada cuando no lo es por mantenerme al margen, en la soledad, y continuar contentando al resto en sus verdades que creen poseer. Ahora, cuando no me ato y permanezco al margen es cuando lo consideran algo insensato. Pero a ese Blitz constante ya uno se ha acostumbrado y lo sustituye por la música. 

Odio quien me perturba el café de la mañana en la cafetería con mi cigarrillo y me dice que lo deje o me pase a no se qué pitillo de Marlboro; igual que odio a quien configura una idea de mí mediante tópicos y prejuicios y me sonríe sin decirme las cosas a la cara; quien miente y me toma por idiota; el que me viene con la filosofía de "We are the world" (se me pone la cara como a Bob Dylan) con arcoiris y unicornios. En fin, todos son trampas. Y es por ello que prefiero la libertad con soliloquio. Es vivir en mis libros, a golpe de mi radio y con esa pose que albergaba en la facultad y mi profesor -que me puso una matrícula de honor, por cierto- me indicó: "Pareces un rebelde sin causa. Un James Dean." Y eso parece que no ha cambiado mucho: sigo sin creer en las personas y mucho en esa abstrusa y compleja idea de la libertad sazonado con un toque de misantropía. 



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