Chuva

Las cosas vulgares que hay en la vida 
no dejan nostalgia, 
sólo los recuerdos que duelen 
o hacen sonreír. 

Hay gente que permanece 
en la historia de la historia 
de la gente y otras de quienes 
ni el nombre nos acordamos de oír. 

Son emociones que dan vida 
a la nostalgia que traigo, 
aquéllas que tuve contigo 
y acabé por perder. 

Hay días que marcan el alma 
y la vida de la gente, 
y aquél en que tú me dejaste 
no lo puedo olvidar. 

La lluvia me mojaba el rostro 
helado y cansado, 
las calles que la ciudad tenía 
ya las había recorrido. 

Ay… mi llanto de moza 
perdida le gritaba a la ciudad 
que el fuego del amor 
bajo la lluvia hace un momento 
había muerto. 

La lluvia oyó y calló 
mi secreto a la ciudad
y ahí la tienes golpeando 
el cristal trayendo la nostalgia.

- Traducción del tema escrito por Jorge Fernando Nunes da Silva, Chuva, 1991


I. 

        Los embates del mar de fondo anuncian, junto con los vientos atlánticos que refrescan y disuelven la pesadez de la atmósfera, tan plomiza y cargada, el fin del verano. «Son las mareas del Pino», me advierte un anciano que me recoge el marcapáginas, sonriente. «Yo que tú me apartaría y me sentaría más alejado de las olas». Sonrío y le agradezco el consejo y el haberme recogido el marcapáginas que quiso evadir sus funciones. Dicho y hecho, me levanto y ocupo una mesa que siempre consideré propicio para los tiempos invernales donde estiro el cuello del abrigo, achino la mirada, encojo mi cuerpo y contemplo el mar. Me gusta esta cafetería, este punto de la playa donde la marea, a veces bravía, indómita hace honor a su topónimo que muchos habitantes desconocen. Igual que la casa deshabitada, pero protegida, de un poeta que la habitó y se localiza a su costado. El nombre de la cafetería, además, me recuerda a Salzburgo, a tardes de café y tarta, al amor de mis padres o a la presencia de mi abuela. Claro que nada tiene que ver, tan solo su nombre evoca un nebuloso como disuelto recuerdo. Hay otros cobijos, otros refugios en mi ciudad donde, después de caminar, me arrellano, extraigo un libro y mi lápiz, pido un café. Pero ésta cafetería, en particular, me agrada. Aquí, siempre en soledad, he pasado muchos momentos sin que nadie me perturbara. En invierno, además, es la época donde más lo disfruto porque apenas hay clientes y puedo apreciar el mar bajo un toldo grisáceo y hostil, sentir un cándido cobijo ante el frío y el oleaje, contemplar, con una mirada átona el mar enfurecido y no pensar. Solamente contemplarla y sentir una profunda comprensión, una fusión entre mí y el terco mar mientras percibo una lluvia sobre mi rostro. Y el café enfriándose. 


II. 

   Hay un encanto en la sapiencia de los ancianos, en esa disolución de hechos o corroboraciones científicas y el mito popular y que se encuentra en peligro de extinción. O mejor dicho, en esa contemplación del paso de los días hecha sabiduría. No llegan a entender el complejo entramado y los factores concatenados por la cual surgen en la época de septiembre el mar de fondo, el cambio meteorológico, pero lo asocian a la celebración de una virgen, la Virgen del Pino. Mi abuela paterna me solía recordar que ella le rezaba mucho a nuestra patrona del barrio -que era precisamente la Virgen del Pino- para que aprobara el bachillerato. «Pero», recalcaba, «si no estudias no te podrá ayudar la Virgen del Pino». Aquello me hacía mucha gracia y admitía que estaba de acuerdo con ella. Siempre ocultaba mis ideas ateístas ante ella, quizá por respeto, empero su sabiduría inserta en su creencia me gustaba aún más. Es como la advertencia de aquél anciano: «son las mareas del Pino». Claro, podría explicarle el fenómeno de la traslación en nuestro sistema solar, el equinoccio, la presencia de la luna y su poder gravitacional, la presión atmosférica, los vientos...Empero, ¿para qué? No hay cosa más enternecedora que ser cómplices de una sonrisa, observar el mar, notar las gotas de agua sobre nuestro rostro, percibir el rugir de las olas y sentenciar que se acabó el verano, que llega el otoño. Son las Mareas del Pino. O aprobar Filosofía con un 9. ¿Sería gracias a los rezos de mi abuela o a mis horas de estudio? Lo importante era la sonrisa confabulaba que surgía entre mí y mi abuela. ¡Croquetas!

III.

        Antiguamente no había pronósticos del tiempo. Durante gran parte del siglo XX se vaticinaba a semanas vista y sin exactitud alguna. Hoy es encender el móvil y consultar la situación meteorológica establecida en tu portal por secuencias horarias. A las 11:00 horas tendrás un 90% de probabilidades de lluvia. Y miras por la ventana y llovizna. Sin embargo, no hacía falta advertencias telemáticas ni furor de masas para anunciar las primeras lluvias de otoño. «Ya había mar de fondo, mareas del Pino», me digo. Pero salgo con el chubasquero puesto sin saber si es designio de la tecnología, el saber de aquel anciano semanas antes o por el mero hecho de observar cómo estaba el tiempo tras mi ventana. Pero lo cierto era que notaba la anunciación del inicio del otoño. Un tiempo de declive, de vencimiento, de desfallecimiento de las horas solares que pugnan y se estiran aún más en sus vespertinas existencias. De bregar aunque el almanaque les recuerde que su destino es la negrura, la nada. Lo negro. Y quienes habitan el otoño con sus plomizas, metálicas intemperies, comienzan a practicar el noble arte del recuerdo bajo la lluvia. Se desvelan con ansiedad en medio de una tormenta pasajera, la gélida brisa que cruza la estancia y rememoran. Hacen recuento de un año, de dos, de cinco, de una década, quizá de una existencia. Porque ante una muerte, que el ser humano tiene presente y reflejado en el invierno, se pregunta sobre el mar de fondo. ¿Permanece bravío? ¿Es manso? 

IV.

        Pero yo paseo bajo la lluvia con alegría y las notas propias del fado bajo mi coraza. Contemplo a los niños estrenando sus botas azules, sus diminutos paraguas, sus socarronas sonrisas queriendo asaltar cualquier charco ante la oprobia negación de sus padres. «Si fuera padre», me digo, «podrías asaltar hasta el charco más negro que te pudieras encontrar». Pero eso no es posible y sonrío que al menos puedan pasear bajo la lluvia, alegres, exhibiendo sus botas con orgullo, descomponiendo la compostura de sus paraguas, abriendo la boca para tomar todas las gotas posibles de la lluvia mientras su madre o padre se ofuscan en negarles el placer de beber del otoño. Y paseo y pienso en esta época del año, en cómo echo en falta algo más de frío, en cómo esta época del año me recuerda a poemas de Antonio Machado, Miguel Hernández o Karmelo C. Iribarren; cómo noto el canto de Serrat o de cualquier fado. Porque el otoño es Pessoa, es la saudade en estado puro. Pienso en los mercados ahora más oscuros y cuya lumbre comienza a revivir, en los pucheros abrigados en los fogones de cualquier casa, en las tardes oscuras. Pienso en la lluvia que moja mi rostro, en las cafeterías que alojan soledades infladas de temor; en las estaciones de trenes cuyas existencias presagian un final cercado. En las ilusiones truncadas, en los proyectos de vida amputados, en la vil injusticia de los recuerdos, de la vida, en los vinos amargos, el fumar, la mar embestida, la lluvia. En los amores que no fueron. En la saudade, la nostalgia. «Y la marea del Pino», parece recordarme un rostro ajado, un espíritu desdentado, socarrón y frágil, presagio del invierno. Sin embargo, ignoro con mi paso de bastón la lúgubre mirada del espectro. Bajo la lluvia soy consciente que la gente suele perderse de vista y también de vida. Pero un fuerte golpe en mi pecho me provoca el cante bajo la lluvia. Derrotado, aislado, triste pero, sin embargo, vivo gracias al otoño, canto la saudade mientras corren sinuosas gotas de lluvia sobre la cristalera. Chuva.


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