Lettere da Napoli: Il viaggio (I)
Se dice, acaso se sabe o se sospecha, que la vida es un viaje sin retorno. Al margen del simbolismo patente en un poema de Konstantínos Kaváfis, hay una dimensión implícita en el acto itinerante y la condición humana, una inquietud oculta, codificada en nuestro ácido desoxirribonucleico, dejando a un lado los motivos por los cuales nos trasladamos de un lugar a otro.
Envuelto por el ruido blanco, a diez mil metros de altitud, contemplo por la ventanilla del avión con fascinación pueril el mar de nubes. Este acto en sí me parece un misterio, exige una confrontación conmigo mismo. ¿Cómo es posible que todavía albergue este asombro por observar el trabajo de los agentes de rampa, escrutar el cielo en búsqueda de otros aviones en pleno vuelo o intentar de identificar los accidentes geográficos que aprecio desde una altitud privilegiada? Quizá esta curiosidad inagotable, la ausencia de su caducidad, aparenta quizá extraña al situarse más allá de temores y tormentos temporales. Aunque también cabe la posibilidad de que simplemente sea algo rilkeniano.
Mientras pego mi frente contra la ventanilla y dudo si la línea de costa que aparece entre las nubes pertenece al Algarve o al Golfo de Cádiz, la pasajera sentada a mi costado derecho le comenta a la señora del asiento del pasillo el propósito de su viaje: hacer compras en Nueva York. Cual felino, mis orejas parecen querer erguirse sin apartar la vista o alterar la compostura tomada. Pero, irremediablemente, pienso en los pasajeros que horas atrás he visto en la sala de embarque; personas agotadas, sin equipajes, expulsados de cayucos que, acostados en posición fetal sobre los bancos, esperan somnolientos la llamada de un vuelo hacia una prolongación de la agonía clandestina. Es un contraste en bruto, explícito y, sin embargo, inexistente. Entretanto la chica habla de boutiques y tiendas de Louis Vuitton ubicadas en la 6ª avenida con la calle 57 de Manhattan, un escalofrío recorre mi espalda. La conversación vecina me aleja de la ventanilla, la admiración, y cruzo los brazos sobre el pecho. Arrojado a la meditación, la señora del pasillo expone entonces que viaja para ver a su hija y a su nieta. Y hay un amago por recomponer una pregunta, cuando la respuesta vuelve a ser la misma: el sentido del viaje, el tránsito de nuestras existencias, ocultas en todas esas personas que ahora desfilan delante mía cuando abandonan el avión ya en tierra. Imagino, con la misma capacidad inventiva de un niño, qué historias podrían atesorar. ¿Aquella chica viaja para reencontrarse con su novio? ¿La pareja de jubilados son youtubers gastronómicos? ¿El de gafas oscuras será un agente del MI5?
En mi caso particular, el viaje se prolonga incesantemente gracias a nuevas pistas. En este capítulo del tránsito, del Grand Tour de mi existencia, hay indicios que me llevan a una región peculiar. Está la escritura de Anna Maria Ortese y los trabajos de investigación periodística de Roberto Saviano. Las pandillas en torno a motocicletas aparcadas en las esquinas de angostas calles y barrios donde pugnan la sombra y el dorado atardecer; bandadas de niños tras el balón, cielo azul, cestas que caen sostenidas por una cuerda. Un volcán cuya amenaza es contrarrestada por la sangre de San Gennaro; el desamor de Ingrid Bergman en una ciudad de muertos vivientes. Los inicios de Totò como macchettista y los vinilos de Pino Daniele sometidos a los murales de Diego Armando Maradona; islas y aldeas ocultas entre acantilados, colonizadas por Mr. Ripley. Pero ante todo hay un enigma por descifrar:
Non voglio andare in America
Perché non posso capire quest'America,
E se fosse per me
Andrei avanti per vedere,
E se fosse per me,
Cercherei di capire…
E non mi puoi dare
Tutta un'altra storia
Fatta per soffrire
Senza niente appresso
Durante la notte, mi puoi capire
E non mi puoi dare
Tutta un'altra storia
Che si può cambiare
Se ti incazzi è tragica
E nessuno ci vuole pensare.
E per me, resta il cielo di notte,
Con un filo in mano si aspettava il sole,
E per me, resta solo il dolore,
Una terra che mescola la vita e se ne va.
Extraño, como la posibilidad de bailar el desencanto y la nostalgia, Pino Daniele ya nos advertía de las perversas sombras del American Dream, de los espejismos, de las direcciones erróneas y las emigraciones infladas de tristeza. Un estado del mundo vigente, reflejado en sus letras y, entre las cuales, quizá exista un salvoconducto para huir de la alienación y los viajes de confort, la gula consumista. Amante del jazz, el blues, ¿qué vio Pino Daniele en Estados Unidos para no querer volver? Quizá la respuesta esté en otro lugar.
Discretamente ruedo hacia el punto de encuentro. No veo a nadie sospechoso, uno de los posibles detectives con quienes voy a coger el siguiente vuelo tras hacer escala en Barcelona, la ciudad de Pepe Carvalho y Biscuter. Extraigo el libro electrónico y retomo la lectura. Pero pronto aparece una persona con barba canosa y gafas ahumadas. Desprende un aroma a tabaco y proyecta una diligente seguridad.
—Disculpa, ¿vas para Nápoles?
—Sí —admito sonriente.
Es él. Es la clave.
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