Leonardo Padura - Cuatro estaciones en La Habana

"Entonces lo mejor era no recordar. Y los que mejor resistían eran los que se olvidaban de todo: si no había agua pues no se bañaban, se pasaban tres y cuatro días sin lavarse la cara ni los dientes y comían hasta las piedras si podían ablandarlas y nunca decían que esperaban cartas ni hablaban de que se iban a morir o de que se iban a salvar, sabían que se iban a salvar. Yo no, yo me puse allá como eres tú, un nostálgico de mierda..."

- El Flaco Carlos, en la novela de Leonardo Padura Vientos de Cuaresma (2001)


    Quien abrigue una memoria debe padecer su consiguiente némesis y de poco sirve la duralgina frente a la resaca histórica, siquiera la perplejidad vociferada por el Viejo Rangel: ¿Es que este país se ha vuelto loco? Loco anda el mundo en su atemporalidad, ajeno incluso a las frías y lluviosas tardes invernales, a los cálidos vientos primaverales, a la estadía de los días de sofoco capaces de asfixiar a los cuerpos sudorosos contra sus vestimentas. Impertérrito ignora hasta a los ciclones, con sus diluvios reblandecedores como otoñales, mientras todavía perviven las últimas ráfagas cálidas en las calles de La Habana.   

    Entre solsticios y equinoccios incapaces de compadecerse ante el delirio propio de los seres humanos, el teniente Mario Conde sobrevive vagante e inmerso en las entrañas de una Habana que, más que un escenario, es un personaje; una crisálida perenne bajo la cual se advierte, junto con la cubanía, también un lenguaje, un carácter complejo como propio. El Conde, policía sin vocación, escritor frustrado con su eterna Underwood, subsiste resolviendo casos que requieren de altas dosis de rones de diferentes y dudosas graduaciones, así como de uno o dos paquetes de cigarrillos diarios. La compañía puntual de sus cuatro amigos del Pre de La Víbora alivian algo su existencia fáustica, aunque son principalmente sus frecuentes visitas a la casa de su mejor amigo, el Flaco Carlos -que ya no está flaco-, las que son capaces de mitigar la dureza, el dislate del mundo. Escuchando a los Creedence Clearwater Revival, los Beatles o bien Fórmula V, el Conde y el Flaco se toman sus tragos intentando arreglar ese mundo enajenado mientras esperan que la madre de Carlos, Josefina, les avise que ya está listo un Arroz con pollo chorreao, un Pavo relleno de congrí o un Tamal en cazuela donde nunca falta su ensalada de berros, tomate y aguacates. Así, el inspector Conde subsiste sin saber muy bien qué rumbo tomar en su vida flagelada como desorientada. 



    La tetralogía Cuatro estaciones en La Habana, compuesta por las cuatro primeras novelas de la saga del inspector Mario Conde -Pasado perfecto, Vientos de cuaresma, Máscaras y Paisaje de otoño-, constituyen el exitoso intento, por parte del celebérrimo escritor cubano Leonardo Padura (La Habana, 1955),  de plasmar, cual Antonio Vivaldi, el paso del tiempo y los sentimientos eclosionados de la misma. Para ello, Padura exhibe una generación que vive a la deriva, desprovista de capacidad suficiente para regir sus propios destinos -siempre limitada, pero que en Cuba es aún más palpable- y atenazada en períodos crudos como fueron el Quinquenio gris (1971-1975) o el Período especial acontecido durante la década de los noventa tras la caída de la Unión Soviética. El autor de El hombre que amaba a los perros (otro novelón), y con ecos de Manuel Vázquez Montalbán, emplea los recursos propios de la novela negra para mostrar los contrastes de su propia sociedad, así como temas concretos abordados en algunas de sus novelas, sea la educación o la homofobia, las desigualdades socioeconómicas del régimen castrista o bien los rasgos comunes de la cubanía manifestada en un acierto de mestizaje entre la cultura popular e intelectual. Pero es precisamente su carácter existencialista la premisa que dota a su obra de universalidad, el remate final. Con una prosa más que loable y una estructura narrativa en todas sus dimensiones redonda, Padura arroja en sus novelas a un Mario Conde que representa, pese a su coraza de irónico, prealcohólico, depresivo-nostálgico y en ocasiones cínico, la virtud del buen hombre presente frente a un mundo hostil y zafio, errático y sin saber qué coño hacer con su vida. ¿Es posible una huída? ¿Soñar con escribir una novela escuálida y conmovedora en una casa frente al mar? ¿O acaso está condenado, cual Sísifo, a escribir Pasado perfecto? Que el lector decida.


Posdata: La tetralogía Cuatro estaciones en La Habana fue trasladada a la pantalla mediante una miniserie dirigida por Félix Viscarret, cineasta que maneja muy bien el ambiente noir, tal y como se aprecia en la adaptación de Patria, de Fernando Aramburu, con Pablo Trapero de adlátere. Además, el guión es del propio Leonardo Padura y del amor de su vida: Lucía López Coll



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