Lettere da Napoli: Napoli, la città (II)


    Uno de los siete detectives rodantes advierte la primera extrañeza. Lo manifiesta ante Michele, vocalista del grupo Damadakà, confesor de inclinaciones marxistas y guía turístico como fórmula de evasión doméstica. 
—È certo —confiesa titilando sus diminutos ojos tras unas gruesas lentes, sonriente—. Il Vesuvio si muove.
Pero el detective en cuyos ratos libres pincha como Disc-jockey y se traslada, en ocasiones, a la capital del Piamonte para animar a su Juventus, no se refiere al temblor fortuito de la tierra partenopea. Hay un desplazamiento constante de «Il Titano», apelativo asignado por algunos para referirse al monte Vesubio. A ratos aparece a nuestro flanco derecho, otras al izquierdo, de frente y en raras ocasiones tras nuestras espaldas. Es una presencia cuyo dominio sobre la ciudad es inapelable y consagra con mayor nitidez la osadía de una sociedad partenopea que aviva las calles con júbilo descaro pese a vivir a los pies de un volcán que, en más de una ocasión, ha mostrado su poder destructor, y al que suben y acampan cantando alegremente Funiculì, funiculà



      Ciudad anclada en el centro mismo de la invención geográfica del Mediterráneo, Napoli parece levitar fuera de los márgenes y categorías temporales, hecho que se atestigua con una inusual armonía que logra adquirir con una arquitectura urbana extrañamente convergente y donde priman tanto sus tonos cremosos como genuino sentido de supervivencia. Majestuosa como caótica, laberíntica y ordenada, luz y sombras dotan a esta urbe de una solidez rocambolesca. Hay en su paisaje urbano un equilibrio que desobedece toda lógica, una insumisión o rebeldía domeñada por la dialéctica y que es claro manifiesto de la ciudadanía napolitana. Su reacio espíritu ante delirantes conversiones urbanísticas queda patente en la convivencia de centenares de edificios religiosos, tales como il Duomo di Napoli o il monastero di Santa Chiara, con edificios racionalistas-funcionalistas emergidos durante el periodo fascista, sean estos il Palazzo delle Poste o il Palazzo Fernandez. Monumentales edificios residenciales o galerías como la Galleria Umberto I, surgidas durante el fallido Risanamento, se concilian con modernas estaciones de metro como el de Via Toledo o la renovada Piazza Garibaldi. Rascacielos de la talla de Ambassador’s Palace Hotel, decaídos bloques residenciales en pleno quartiere Pendino, en franco contraste con il Palazzo Reale y el Teatro di San Carlo ubicados en la Piazza del Plebiscito  -a escasos metros de donde Boccaccio se alojaba antes o después de conocer a su amada Fiammetta-, son algunos testimonios de proyectos frustrados, vestigios, advertencias ante el espíritu rebelde de sus ciudadanos y que traen como resultado su apariencia anárquica. 

Fruto de esta inusual idiosincrasia plasmada en sus planos y edificios, el turista de piel nacarada queda desarmado, salta de un punto a otro de la ciudad ante el temor de no reconocer en Napoli una urbe hecha a su medida. De corte y confección incompatible con otras ciudades convertidas en parques de atracciones para turistas de masas, el visitante de gafas de sol Ray-Ban, shorts y iPhone de última generación se ve arrinconado a transitar calles como Spaccanapoli, o San Gregorio Armeno donde bangladesíes, ucranianos o senegaleses ofertan una vastísima gama de souvenirs con afán de elevar su bienestar para cuando retornen a sus casas localizadas en Coventry o Heinsberg. En eso, al menos, pienso mientras hojeo algunos libros de segunda mano expuestos frente a una olvidada librería. 

    —Hemos perdido al detective número 2. 
    —¿Hm? —abandono un libro titulado “L'imbecillità è una cosa seria”, de Maurizio Ferraris, y me viro ante la presencia de la detective número 4. 
    — ¿Qué hacemos? 
    —Mira que le dije que, de adentrarnos, sería todos juntos. Por esos oscuros callejones hay algo más peligroso que un miembro de la Camorra: las escaleras. 
    —¡Ay!
    —Vamos.

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