Matterhorn
Cuando la pareja Dumont salió a pasear en torno al Matterhorn, ni se lo plantearon. Iban bien calzados, acorde a su diseñado itinerario; llevaban unas coquetas mochilas azuladas, capacitadas para albergar cantimploras rellenas de agua fresca, así como esponjosos bisquets con su bote de mermelada pertinente para así paliar el posible hambre que les pudiera surgir durante su breve excursión. Y además, portaban sus correspondientes bastones, requeridos por cualquier buen senderista y al margen, claro está, de cualquier agravio comparativo que pudiera suscitar una dudosa experiencia calibrada en adjetivaciones resbaladizas.
Pero al igual que la pareja Kawagachi, los Sprengler, Alterweider o Sorra, no pensaron en no retornar, siquiera en volver más jóvenes que sus hijos. «Comisario Dürrenmatt, ¿cree que los encontrará?», me preguntaban mientras me encendía un cigarrillo tras otro y los veía envejecer. Ladeaba la cabeza con mayor insistencia según pasaban los años. Claro que yo también perdía ciertas facultades, había ganado peso y ya presentaba una calvicie exuberante. Pero ellos tenían una frente marchita aun más severa, unos caminares que ya requerían de bastón o silla de ruedas. Y así los acogía en mi despacho, siempre con la misma fórmula golpeando tras la puerta: «Sé que habrán muerto pero, ¿los encontrará?». Los llantos y la descomposición de sus esperanzas habían cesado como la Crisis de los Misiles en Cuba, la Guerra del Golam, los secuestros de aviones o la caída del Muro de Berlín. Los contemplaba y veía bustos de mármol semejantes a los apreciados en el Museo Chiaramonti del Vaticano y sólo sus esporádicas muecas me aseguraban que estaban vivos. Algunos, como la hija de los Kawagachi o el hijo mayor de los Sorra, habían fallecido. Pero los hijos de los Dumont siempre aparecían por Pentecostés. Acaso sin márgenes en sus renglones de fe abatida, quizá confiados en un ritual tejido durante décadas, visitaban mi despacho número 104 en búsqueda ya no de sus padres, tampoco de consuelo. Les preparaba un café aguado y hablábamos tendidamente sobre nimiedades tan importantes que si Höckl tocaba a la puerta con la noticia del hallazgo de un cadáver en el lago Lemán, lo mandaba a paseo. «Los muertos pueden esperar», les comentaba a Albert y Julia Dumont. Y ellos me sonreían con ternura, mucho antes de despedirse tras haber escuchado mis historias que, como cuando tan solo eran unos niños, les parecían algo escabrosas, inquietantes, a veces ásperas y, sin embargo, siempre fascinantes. Entonces, en el umbral de la puerta, Julia Dumont se vira hacia mi y me pregunta con voz temblorosa: «Ya me queda poco pero, ¿los encontrará, comisario Dürrenmatt?».
«Los encontré», me hubiese gustado declarar ante el intérprete de la embajada japonesa. Y era una lástima porque los había encontrado de verdad. Según avanzaba el siglo XXI, comenzaron a volver. Los Kawagachi en 2002; los Sprengler por el 2005. Los Alterweider en 2008, seguido por los Sorra cuyos cuerpos surgieron durante el verano siguiente. Los Dumont hace poco, deshelados tras décadas enterrados bajo el glaciar. Lo irritante, sin embargo, no fue el tiempo prolongado de su ausencia, sino cómo los medios, siempre impunes, manejaron la noticia. Desde la muerte de Kennedy hasta los bombardeos de la OTAN sobre Yugoslavia, periódicos sensacionalistas como «Blick», «Der Dritte Täter», pero también prestigiosos diarios como el «Zürcher Tagblatt» habían arrojado trolas sin cesar en torno a las desapariciones de estas parejas. Algunos sugerían que eran víctimas de un asesino en serie; otros querían ver el patrón de una banda criminal extranjera y hubo hasta una revista, «Die Fünfte Dimension», cuyo número 45 del año 1994 informaba sobre la posible abducción por extraterrestres de todos ellos. Pero tal y como sospechaba cuando todavía fumaba en pipa, tanto a los Kawagachi, Sprengler, Alterweider, Sorra y Dumont les unía la misma causa de muerte: el accidente. Era el fortuito resbalón, el impreciso agarre, la descuidada atención, la insuficiente prudencia. Fractura de cadera, tórax y columna vertebral; hemorragia interna, traumatismo craneoencefálico, dislocación de rodilla, hipotermia. Pero nada de ello quisieron ver los hijos de los Dumont cuando aparecieron por mi despacho. «Tenía que haberlos visto, comisario Dürrenmatt. Estaban tal y como los recordábamos. Qué triste fue enterrarlos tan jóvenes», comentaba Julia Dumont mientras intentaba sonarse con una mano agitada por el Parkinson. «Gracias», llegó a decir, antes de verme otra vez a solas en el despacho.
Resuelvo entonces los documentos pertinentes al caso Dumont mientras medito sobre este estado de cadáveres arrecidos que, una vez descongelados, nadie quiere prestarle atención, ver en todo ello una advertencia. Pero también pienso en cómo será mi vida a partir de mañana, cuando me jubile. Enciendo un cigarrillo pese a la estricta prohibición que me colgó aquel matasanos de Klaus. Por un instante me estiro en mi silla, causando un chirrido y contemplo el paisaje urbano tras la ventana. Un mirlo canta e interrumpe el silencio. «Es extraño. A estas alturas del año debería haber algo de fresco, algo de lluvia. Será otro caso que hay que resolver», me digo restregando el pañuelo por la nuca para enjugarme el sudor. «Pfui Deibel! ¡Qué calor!». Inhalo. Espiro. Una última humareda plateada y cierro el despacho. «Pero es un caso que me queda demasiado grande», pienso mientras resuenan mis últimos pasos, escaleras abajo.
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