Lettere da Napoli: Alla ricerca di Mr. Ripley (VII)
Dicen que la felicidad acontece cuando la ignoramos. Sin embargo, sentado en la cubierta de la popa de aquel barco, alguien era consciente de vivir en una fugaz felicidad. Una dicha carente de amores, de estrechas amistades, salud, reputación, popularidad, dinero y su derivada acumulación de bienes. Era un bienestar cuyo sentido se sustentaba en la activa contemplación del duro azul del mar en contraste con un cielo aún transparente y sobre el cual levitaban pequeñas y desmenuzadas nubes; percibir la suave brisa, refrescante y salada junto con los todavía benignos rayos solares sobre la cara. Mientras oía el lejano graznido de las gaviotas, oteaba el horizonte apreciando cómo menguaba la bruma que dibujaba la costa y todavía envolvía a un Vesubio adormilado, perezoso a primeras horas de la mañana. Pero aquella actitud innata, lejana de cualquier reglamento preceptivo, solamente apuntaba al envoltorio de su contento. Acaso lo reforzaba el tránsito, la navegación por aguas filmadas por Rossellini, Vittorio De Sica o Paolo Sorrentino; leídas en Homero, Plinio «el Joven», en innumerables ensayos históricos o novelas, sean éstas de Anna Maria Ortese o Alberto Moravia. Se esforzó en comprobar la resistencia de su ventura evocando temores, fracasos, incluso preocupaciones, pero para su sorpresa, todas ellas quedaban expatriadas, flotando en un ignoto espacio; quizás evaporadas, no hallaba concepción alguna capacitada para embestir malestar en él, siquiera el hecho de haber tenido que madrugar para coger el ferry y renunciar a su obligado café negro.
—Así que estabas aquí, macho —dijo el detective número 2, mientras estacionaba su silla eléctrica cuyo valor calculado era semejante a la del coche que tuvo que vender para adquirirla, junto al detective número 1. —. Vamos a ver qué nos han preparado como desayuno. —y comenzó a revolver sus manos sumergidas en una bolsa de plástico.
Sin embargo, el detective número 1 se viró, volviendo a contemplar el mar, seducido por el rumor que causaba la embarcación hendiendo el rígido azul.
—¿Ansioso por ver Capri?
—Un verdadero napolitano no va a Capri. —replicó el detective número 1.
—¿Quién dice eso? Además, no somos napolitanos… ¡Oh! ¡Un cornetto! —exclamó el detective número 2 sosteniendo triunfante, en alto, un croissant.
—Lo oí en una película de Sorrentino. Y es cierto, no somos napolitanos, pero ojalá nos concedan la ciudadanía partenopea.
—Bah, prefiero ser ciudadano del mundo. Sin embargo, comparto esa inquina por Capri. Ya no por el turismo, sino por esa pomposidad artificiosa, ese escapismo de glamour que siempre me ha tocado las pelotas. Además, ¿crees que vamos a encontrar a ese Mr. Ripley?
—Dudo mucho que la detective número 6 lo encuentre, incluso contando con nuestra ayuda. Pero parece más probable que hallar al fantasma que buscaba Riccardo Monteli en torno a la grotta rossa.
—¿Y ese quién es?
—Otro personaje de ficción que aparece en «el Desprecio» de Alberto Moravia.
—Anda, anda… —se lamentaba el detective número 2, abanicando una mano —. Déjate de literatura. ¿No vas a desayunar?
El detective número 1 le sonrió. A renglón seguido extrajo de su bolsa una foccacia cuyas paredes interiores, embadurnadas de pesto, guardaban, como relleno, gruesas y jugosas lonchas de tomate sobre las cuales se acostaban, a su vez, desmenuzados trozos de una lechosa mozzarella. Dio un primer bocado y supo, con certeza, que no hacía falta cuaderno de bitácoras alguno para localizar las misteriosas coordenadas de la evanescente felicidad.
—Así que estabas aquí, macho —dijo el detective número 2, mientras estacionaba su silla eléctrica cuyo valor calculado era semejante a la del coche que tuvo que vender para adquirirla, junto al detective número 1. —. Vamos a ver qué nos han preparado como desayuno. —y comenzó a revolver sus manos sumergidas en una bolsa de plástico.
Sin embargo, el detective número 1 se viró, volviendo a contemplar el mar, seducido por el rumor que causaba la embarcación hendiendo el rígido azul.
—¿Ansioso por ver Capri?
—Un verdadero napolitano no va a Capri. —replicó el detective número 1.
—¿Quién dice eso? Además, no somos napolitanos… ¡Oh! ¡Un cornetto! —exclamó el detective número 2 sosteniendo triunfante, en alto, un croissant.
—Lo oí en una película de Sorrentino. Y es cierto, no somos napolitanos, pero ojalá nos concedan la ciudadanía partenopea.
—Bah, prefiero ser ciudadano del mundo. Sin embargo, comparto esa inquina por Capri. Ya no por el turismo, sino por esa pomposidad artificiosa, ese escapismo de glamour que siempre me ha tocado las pelotas. Además, ¿crees que vamos a encontrar a ese Mr. Ripley?
—Dudo mucho que la detective número 6 lo encuentre, incluso contando con nuestra ayuda. Pero parece más probable que hallar al fantasma que buscaba Riccardo Monteli en torno a la grotta rossa.
—¿Y ese quién es?
—Otro personaje de ficción que aparece en «el Desprecio» de Alberto Moravia.
—Anda, anda… —se lamentaba el detective número 2, abanicando una mano —. Déjate de literatura. ¿No vas a desayunar?
El detective número 1 le sonrió. A renglón seguido extrajo de su bolsa una foccacia cuyas paredes interiores, embadurnadas de pesto, guardaban, como relleno, gruesas y jugosas lonchas de tomate sobre las cuales se acostaban, a su vez, desmenuzados trozos de una lechosa mozzarella. Dio un primer bocado y supo, con certeza, que no hacía falta cuaderno de bitácoras alguno para localizar las misteriosas coordenadas de la evanescente felicidad.
Al cabo de aproximadamente una hora de navegación, Don Vito conduce su microbús por la rampa del atracado ferry hacia la explanada de embarque del pequeño puerto de Marina Grande. Michele, cual profesor de sociales en plena excursión, comprueba con el dedo índice que no falte nadie. «…Sei, sette, otto…Giusto! Vai, Vito!». Y el motor arranca al unísono con una canción de Peppino di Capri, el «Buddy Holly» italiano que con los años se convertiría en un sognatore tras introducir exitosamente el jazz y el twist en la idiosincrasia italiana de los años sesenta desde un no tan lejano golfo de Nápoles. Sin titubeos y por decreto de la detective número 6, el microbús emprende su subida en dirección a Anacapri, uno de los dos municipios más importantes de la isla junto con Capri. Por estrechas y onduladas carreteras, Don Vito esquiva triciclos a motor y taxis descapotables que, en ocasiones, llevan en sus capós el sello de Playboy. Durante la ascensión se constata la orografía vertiginosa, una densidad poblacional angustiante donde pequeñas fincas pugnan unas contra otras por alcanzar un cuadrante de cielo, una bocanada de salitre hasta verse abocadas a colgar sobre calas o riscos, acantilados desnudos que trazan la verticalidad de la isla. En mitad de Anacapri se refleja ese ahorro del espacio donde las blancas casas, comprimidas, apenas dejan espacio para pasear con holgura. Angostos callejones constituyen una laberíntica trama carente de puntos de partida o destino, perdiéndose en ella nuestros intrépidos detectives rodantes.
—Para empezar estaría bien saber cómo es ese enigmático Mr. Ripley. —formula el detective número 3.
—¿El verdadero Mr. Ripley? —pregunta la detective número 6.
—¿Hay más de uno?
—No, aunque en ocasiones creo ver a más de uno —y la detective número 6 comienza a hojear en un ejemplar de «El talento de Mr. Ripley», de Patricia Highsmith —. Es complicado, sobre todo si advertimos su aspecto desde la propia mirada del asesino. Esa fue quizá la novedad en las novelas de Patricia Highsmith: sumergirse en la mente del criminal. Pero si tenemos que realizar un retrato hablado, diría que es de estatura media alta, constitución delgada, cabello castaño oscuro.
Los intrépidos detectives rodantes miran en derredor con incertidumbre, acaso con una cierta predisposición por abandonar la empresa encomendada. Con disimulo comienzan a desplazarse más allá de los límites de la plaza Edwin Cerio y alguno musita el hallazgo del enigmático Mr. Ripley como improbable. Fijando la Via Giuseppe Orlandi como punto de referencia, los intrusos ruedan por callejones, se pierden entre pasadizos y cruzan olvidadas plazoletas. Como atrapados en un cuadro de Escher, el grupo se va diseminando paulatinamente. Una pareja de detectives se halla en la iglesia de San Michele, otros en la de Santa Sofia, mientras el detective número 1 parlamenta con unos vecinos sentados sobre unos bancos de algún rincón de la laberíntica ciudad. También los hay que se han adentrado en la Casa Rossa o andan visitando boutiques, sin olvidar a quienes aparecen levitando, dando vueltas sobre sí, en una cuarta dimensión con estampa psicodélica de fondo incluida. Así las cosas, y ante el temor de perder definitivamente a su tropa de libérrimos huelebraguetas ya desperdigados por toda Anacapri, Michele obra el milagro de reunirlos a todos. Convocados al final de la Via Giuseppe Orlandi prosiguen su ruta por la isla, subidos al microbús de Don Vito. Pero por mucho que examinen un paisaje y pueblos pugnando entre lo bucólico y lo kitsch deslizarse tras sus ventanillas, con uso o no de prismáticos y detectores de radar inventados por el profesor Saturnino Bacterio, no hallan sospecha, siquiera pista alguna sobre el paradero del misterioso Mr. Ripley.
—Se nos acaba el tiempo —señala Michele, observando camaleonicamente su reloj de pulsera —. Podemos intentarlo en Capri, antes de volver al puerto de Marina Grande.
La detective número 6 asiente con vehemencia ante la indiferencia generalizada del resto y se emprende rumbo a Capri. Pero allí, recorriendo inútilmente calles atrofiadas por la presencia de leales y perfumados emuladores de maniquíes, boutiques y tiendas de prestigiosas marcas con sede fiscal en Dubai y fábricas desperdigadas por el Sudeste Asiático, tampoco encuentran rastro alguno que remita a Mr. Ripley. El detective número 1, hastiado por tanta búsqueda inútil, hace entonces algo poco frecuente en el común de los mortales de este milenio. Detiene su bólido eléctrico y contempla la plaza. Con apenas esfuerzo, imagina cómo tuvo que ser Capri antes de la llegada de legiones de turistas. Donde hoy se venden polos de Lacoste, chaquetas y handbags de Dolce&Gabbana, perfumes Lancôme Idôl Nectar o gafas de sol Rombaut, antaño eran humildes comercios de zapateros, acaso un ultramarinos capacitado para abastecer a los lugareños con alimentos y otros enseres esenciales. En vez de terrazas donde Gustaf y Jenny toman su Aperol Spritz y exhalan nubes plateadas con aroma a vainilla y mango, existía un mercado con sus puestos y vendedores ofertando sus carnes, frutas y verduras a grito pelado. Aquí y allá se abrirían paso entre la muchedumbre las ancianas de camino a la iglesia, los niños corriendo cual pequeños milicianos sobre restos de coles y olvidados periódicos; perros ladrando, el olor agresivo del pescado, las amas de casa con sus cestas de mimbre pegadas al pecho mientras intercambian noticias. Y todo aquello tuvo que suponer la representación de una vida encomiable, saludable, digna de querer ser imitada por el primer turista que, asombrado, venía de la lúgubre y gris ciudad de Manchester o Southampton, huyendo del avance del depresivo sistema capitalista.
Entonces, el detective número 1 se pierde por la calle menos transitada por los turistas. Observa, como si ante un milagro se hallara, a una anciana lugareña salir de su hogar junto a su perrito. Y más allá, por insólito que parezca, encuentra un puesto de verduras y frutas. Contempla los briosos tomates, las gordas y tersas berenjenas, los calabacines con sus amarillentas flores; cuelgan ramos de ajos, gigantescos limones. Y antes de lanzarse a comprar todos los ingredientes necesarios para prepararse una insalata caprese o bien un besugo all’acqua pazza, se limita a comprar unas manzanas para el camino de regreso a Napoli.
Al caer la tarde, los intrépidos detectives rodantes se vuelven a encontrar a bordo del ferry con destino a la ciudad partenopea. Algunos se han acomodado en torno a la barra de la cafetería, otros prefieren un rincón donde adormilarse escuchando música, consultar sus móviles o charlar entre ellos. El detective número 1, con su bolsa de papel rellena de manzanas sobre su regazo, sale a cubierta. Afuera vuelve a percibir la salitre mecida por la brisa marina, la graciosa risa lejana de una gaviota. La intemperie se ve tentada a ensombrecerse no sin antes, como en un intento desesperado por alargar la existencia del día, implosionar en un tono anaranjado, reluciente. Pero también se percata de la presencia de la detective número 6, admirando también, quizá con cierta melancolía, apenada, la paulatina contracción del perfil de la isla de Capri.
—Ah, tú por aquí —comenta suspirando la detective número 6 al notar la aparición del detective número 1 a su costado —. La verdad que es una isla preciosa, ¿verdad? Lástima no haber encontrado a Mr. Ripley.
El detective número 1 se limita a ofrecerle una manzana que ella rechaza. Permanecen un instante mirando en silencio la estampa marítima ofrecida desde un ángulo privilegiado. A renglón seguido, el detective comenta:
—¿Sabes? No me estoy tan seguro de no haberlo encontrado. De hecho, creo que lo encontraste.
—¿Ah si?
— Ajá…Si te fijas, ¿no eran todos Mr. Ripley? —se pregunta sin desviar la mirada anclada sobre el duro azul —. Recuerda la novela de Patricia Highsmith: ¿No era el crimen de Mr. Ripley -la suplantación de la identidad- en realidad una huida hacia delante? Huir de una sociedad desquiciada, esquizofrénica, paranoica, a la que se le sumó el rechazo erótico del propio Dickie? Una fuga que termina por tomar una sombra, una apariencia que no termina por quedarle bien.
—Pues…Visto así, quizá tengas razón. Pero entonces, todos esos turistas, esos Ripleys…Son muchos que habría que detener.
Y entonces el detective número 1 se vira hacia ella, sonríe y le indica con el dedo índice la isla de Capri, ya reducida a una lejana sombra.
—En realidad ya están atrapados.
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