El milagro de Bernhard Street
Su rostro, moteado por las sombras de las gotas adheridas al cristal, aparecía parcialmente alumbrado por la pálida luz azul que penetraba en su oscura estancia. Envuelto por un claro silencio que siquiera el níveo arrullo de su nevera podía perturbar, Phil contemplaba aquella casa. Podrían pasar veinte minutos, a veces hasta casi una hora donde el hombre de mediana edad se sumía en el examen de la fachada descascarillada, las grietas arborescentes y las ventanas parcialmente tapiadas o directamente convertidas en siniestros agujeros de espesa oscuridad. No había rastro alguno de fascinación en su mirada. Sus ojos deslucidos dejaban entrever lo que de verdad le producía ver aquella casa todas las noches: una infinita tristeza. Cualquier otra persona se hubiese apartado de la ventana, bajado las persianas o corrido las cortinas. Pero Phil se sabía ancorado junto a la ventana, como hipnotizado por aquella casa varada en un estanque de angustia cobriza que, con el paso de las horas, se hundía en una negrura densa.
Casi por decreto, solía acompañarla en sus profundas meditaciones noctívagas. A veces se acostaba y la merodeaba en pensamientos. ¿Por qué ahora preocuparme por ella? Era una casa abandonada desde hacía años. ¿Quiénes eran sus antiguos dueños? ¿Era la señora Lambert? No. Antes, o quizá después, estuvo una familia con su hijo Phil. ¿Cómo se llamaban? ¿Los Nieman? ¿Los Hamlisch? De hecho ni se acordaba de sus rostros y temía alterarlos con su porosa memoria. ¿Y por qué esa aflicción? Ayer, sin ir más lejos, comenzó incluso a llorar desconsoladamente. Se asustó por la sinrazón de su desabrochado sollozo, acompañado de gimoteos y después de una sensación de caída a un desconsuelo abisal que siquiera podía retener su zona estomacal.
Así discurrieron los últimos meses del verano, siguiéndole el otoño con su dorada hojarasca y los vecinos desfilando entre su hogar y la casa abandonada, disfrazados de fantasmas o de Freddie Krueger por Halloween. Llegó el invierno con sus árboles pelados y las primeras nevadas, los cielos grises y el asfalto glaseado. A sus costados la vecindad iluminaba sus casas con guirnaldas, candelabros frente a sus ventanas y las puertas aparecían estampadas con frondosas coronas. El señor Watfield sacó su horrendo Santa Claus con toda su comitiva ártica y en la cual no podía faltar Rudolf con su desproporcionada nariz roja. Toda Bernhard Street brillaba de noche, salvo la enigmática casa abandonada y la de Phil, dos edificios que parecían no existir por Navidad. Y el mismo Phil parecía ausente, pese a que continuaba ahí, recogido en su oscuridad, frente a la ventana, levemente alumbrado por una enclenque luz que arrojaban las briosas casas de su vecindad hacia el interior de su lóbrega estancia. Ahora emergía una ahumada botella de whisky, sorbía de ella mientras la embriaguez lo mecía sentado sin apartar la mirada enclavada sobre la abandonada casa. Bajo sus hinchados ojos se dibujaban las grises sombras del insomnio. Su cabello era ahora más largo, grasiento y una barba había aparecido durante los últimos meses donde Phil incluso perdió su trabajo. Pero aquello nunca le importó. Su carta de despido estaría bajo un montículo de misivas arrinconadas junto a la puerta de entrada y ese hecho, como el insalubre ambiente de su hogar, no existían para él. Y así, Phil permanecía impertérrito mientras sonaba en su sombrío salón la voz de Bobby Helms interpretando Jingle Bell Rock.
Pero justamente el día de Nochebuena, mientras la aguja del tocadiscos se retiraba tras ahogarse la voz de Brenda Lee y las últimas punzadas de un animoso saxo alto guarecido en el tema Rockin’ around the christmas tree, Phil reaccionó. Todavía secándose con el dorso de la mano las mejillas, pronunció, con voz ronca y lastimera, una resolución: «Voy. Voy para allá». Decidido, Phil se levantó de la butaca que había ubicado junto a la ventana y se dirigió, con un leve bamboleo, hasta el desván. Sacó cofres, revolvió las entrañas de baúles, maletas; removió estanterías, muebles y fue conglomerando enseres y otros objetos en un rincón para después meterlas en una alargada caja. Acto seguido lo trasladó hasta el vestíbulo para después, resollando, dar media vuelta y encerrarse en el cuarto de baño. Salió del mismo irreconocible: afeitado, con el cabello largo peinado hacia atrás, engominado y desprendiendo un aroma serrino y dulzón propio de un perfume barato adquirido años atrás en algún Walmart de la comarca. Bien vestido, y arropado con un abrigo a cuadros rojos, calzado con botas, Phil terminó por preparar su mochila en la cocina antes de abandonar su casa arrastrando la alargada caja tras de sí. Sin miramientos cruzó la calle y fue directamente hacia la casa abandonada que, visto de cerca, parecía aún más tenebrosa y fría que desde su puesto de vigilancia. Respiraba con pesadez, emitiendo un vaho cálido intermitente, mientras forzaba la puerta con ayuda de una palanqueta. Para suerte de Phil, la puerta cedió con facilidad. Empujó casi con dulzura. Con parsimoniosos pasos se adentró en la oscuridad y percibió un gélido aire que parecía envolverlo. Tras un furtivo examen de la estancia se giró sobre sus talones y arrastró hacia el vestíbulo aquella caja, semejante a un féretro, que traía consigo. Después extrajo de su mochila una linterna y una lechosa ráfaga de luz orilló la desorientación. Ahora apreciaba con mayor claridad el amplio salón donde se situaba una chimenea al fondo, las escaleras que llevaban a la planta superior y el acceso a la cocina. Bajo sus cuidadosos pasos crujía el entarimado que presentaba desniveles y, en aislados casos, la ausencia de tablas. Avanzó entonces con contenida excitación y un nunca pronunciado o esbozado pretexto para merodear por la casa. Primero se adentró en la cocina donde, para sorpresa de Phil, todavía se hallaba una nevera y los muebles visiblemente dañados cuando arrojaba luz sobre ellas con la linterna. Pasó con impulso infantil los dedos sobre la encimera y percibió cómo una pastosa capa se adhería a sus dedos. Al girarse y proyectar el foco de luz sobre la puerta que daba al salón, encontró junto al marco de la misma la caja de distribución eléctrica. Con curiosidad la escudriñó y, tras descubrir sus entrañas y hurgar en ellas, elevó las palancas sin esperanza. Sin embargo, al comprobar que la desnuda bombilla colgada del techo de la cocina alumbró tras pulsar el interruptor, elevó las cejas y se dio satisfecho arrugando su mentón. Abandonó entonces aquella estancia y prosiguió con su espontáneo itinerario subiendo al piso superior. El fallo de los interruptores, la ausencia de bombillas o lámparas no disiparon la penumbra plateada en la cual se sumergía, únicamente contenida con ayuda de su linterna. Pero allá arriba tan solo encontró huérfanas habitaciones, plumas y excrementos de palomas y roedores, paredes con manchas de humedad, tabiques perforados; roña y herrumbre. No hubo la recompensa imaginada, el tesoro anhelado materializado en algún indicio sobre las vidas albergadas durante un tiempo en aquella casa. Una fotografía, acaso un peluche, un olvidado botón, cualquier objeto capacitado para dar rienda suelta a su imaginación que podría ejercer como dique frente a un eterno olvido y palpar la posibilidad de una endeble nostalgia, quizá artificial, si, pero nostalgia, al fin y al cabo. Con amargura descendió y volvió a contemplar el salón. Aspiró con vehemencia un aroma rancio y dulzón y al volver a desinflar sus pulmones comenzó a extraer, de cuclillas, el contenido de la caja alargada que había traído consigo. Ubicó entonces en el centro del salón un árbol de navidad artificial. Seguidamente lo envolvió con una guirnalda de luces y conectó el enchufe a la toma de corriente más próxima. Gracias al resplandor arrojado desde la cocina y que se extendía como una mancha de aceite sobre el arrugado parqué, y la lumbre de una miríada de bombillas verdes, rojas, azules y blancas engarzadas entre agujas de pino de PVC, la estancia cobró un tono menos sombrío. El propio Phil se notaba menos tenso mientras decoraba el árbol con bolas navideñas doradas y rojas. Al cabo de un tiempo, el intruso se distanció con unos breves pasos del árbol y, posando sus manos sobre la cadera, lo contempló. Satisfecho se dobló sobre su mochila y extrajo una botella de whisky. Después se colocó frente al árbol y, tras desenroscar la botella, vertió un largo chorro sobre el suelo. Dio un paso atrás y elevó la botella. «Feliz Navidad, vieja amiga. A tu salud», proclamó con una voz cochambrosa, arrugada. Asiendo el cuello de la botella con una mano, se la llevó a los labios y tomó tres largos tragos seguidos para, seguidamente, sentarse en el suelo con las piernas cruzadas. Así, frente al alumbrado árbol navideño, Phil pasó la Nochebuena, apreciando cada rincón de la casa, hablándola entre trago y trago, eructando los deseos y anhelos, esperanzas y milagros que nunca se cumplieron. Sintió un extrañado alivio, una reconfortante simbiosis entre él y los elementos ensamblados en aquella casa tan semejante a él. Atípico, quizá más bien un disparate, claro, pero Phil se sentía menos solo y a la vez, trazaba en su ebrio pensamiento un razonamiento igual de irracional, pensando que su presencia aliviaba a la casa de su soledad.
No. Aquella noche Phil no aprendió a festejar la navidad como su vecino el señor Watfield o los personajes de Dickens, drogados por una felicidad provista ante el temor a la muerte y al olvido, acaso empleada como fórmula de escapismo o resarcimiento moral. Phil seguiría junto a aquella ventana de su salón, observando la casa abandonada que nunca jamás volvería a pisar y, de vez en cuando, encontraría algún trabajo temporal para pagar el coste de una vida que se le disolvería debido a una parada cardiorrespiratoria. Phil nunca llegaría a ser el viejo Phil. Nunca fue desdichado, nadie le mandó jamás postales desde Florida y nadie acudió a su entierro. Pero pese a todo, aquella Nochebuena, cuando Phil se emborrachó en la casa abandonada, se obró un milagro. O al menos eso quiero creer, ahora que observo esta fotografía de un hombre cuyo nombre siquiera conozco.
By W.

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