La tristeza de los cítricos
Inmersos en el oxímoron de los almanaques, en la vida líquida que bien definió Zygmunt Bauman -y en el cual ningún ámbito cuyo código semiótico rotula en torno a nuestros microcosmos tiene solidez, consistencia perenne- la oda a la alegría retumba exultante. En los Mass Media los semblantes exhiben un milagro cosmético risueño, los jóvenes posan una idolatría cuyo esteticismo ha dejado boquiabierto al propio Praxíteles y el ¡Splash! como los maratones deportivos, las frases más célebres de escritores cuya obra como órbita desconocen el común de los mortales, navega por las redes del inframundo dantesco, difundiendo un sentimiento grato, un éxtasis adictivo. A mandíbula batiente, con su adecuada indumentaria y su singular atrezzo musical -exento de complejas letras para evitar pensar- la masa vive una Acadia particular cuyo lema existencial se reduce en aceptar como propagar la idea de que el sentido de la vida se basa en ser feliz, en inhalar como expirar alegrías en todos los husos horarios de nuestra existencia. Transitan por nuestras urbes sonrientes, despreocupados, risueños en cada encuentro y transgreden en subestimar despidos, abandonos, enfermedades y demás dramas cotidianos con una confesa y cercana coletilla que adorna, en sintaxis, sus ánimos. Sí, hasta las muertes suelen celebrarse con recuerdos felices.
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La tristeza, que en tiempos de Séneca fue alardeada como un taedium vitae, exhibida con donaire sereno en las pinturas de Caravaggio y signada en el romanticismo con una belleza incalculable por Lord Byron o William Wordsworth, ha comenzado a extinguirse, a ser asimilada con similitud a la peste. Cuando este sentir que se taladra hasta más allá de la mesosfera de nuestras cavidades y regurgita un overbooking frente al mundo que no gira como el deseo nos cronometra es silenciado, se ha cometido un asesinato. Al igual que los cítricos cuya enfermedad deshoja bajo un lamento solo condecorado por una obra de Henry Purcell, todos tenemos el derecho a estar tristes en todo su esplendor. Al igual que los cítricos, uno tiene el derecho a morir de tristeza.
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