Jazzuela



La erre descorchada y absuelta de engranajes domesticados asoma por el arco de la boca. Se desbordan siluetas cuyos violentos actos de subsistencia se aferran a sus extremidades, anclas sedosas en búsqueda de arrastrar los entreactos de una trama perseguida por un desenlace. Incluso de padecer el intento de componer la partitura sospechosa de ser destino de su búsqueda, no la encontrará. No. Recorrerá -tras delegar a sus espaldas el tiempo cronometrado y recabado, adultado como perseguido sin recompensa alguna- los cruzados crucigramas detentados por bolsillos, algún amarillento post-it o masticados bajo la dentadura de un gerente amado, enemigo de la inopia.  Se doblegará al borde de los planos de la ciudad, esculpirá el adjetivo grotesco en las refulgentes esquinas en las cuales florecen los naranjos noctámbulos y los gatos salvaguardan el dogma. Se perderá como cualquier maleta anhelada en la cinta de equipaje por las desenamoradas barras de este enjambre sin nombre. Y entre trago y trago olvida el tiempo conjugado hasta recibir un knockout cuya gravedad lo distancia a la oscuridad. Busca entonces, deshojando la neblina, un pedazo de lechosa luz bajo la chistera de alguna farola y así recomponerse mediante el reto a Aracne, hilando grises hilos en el aire. Hang on, hang on, se fotocopia mentalmente con una voz achatada, propia de un Humphrey Bogart en versión original. Con el mentón ligeramente caído y cubriéndose el rostro -enmarcado de perfil- con un vetusto sombrero, se fija en sus manos. Se entornan, se miran de frente hasta renacer el ballet de sus yemas de Thelonius Monk. Escala, cuatro cuartos, aquí una caricia, allá un tobogán. Ralentiza los pasos mojados y recuerda de camino a los libros la huída de Charlie Parker bajo los focos dorados, el revuelo cuando se descompuso en pájaros porque no podían ser otras almas volantes, solamente pájaros, chasquidos en el aire, plumas sedando la tez del condenado, reavivando sus latidos inconstantes. Y él sigue, sigue caminando por la calle Buenos Aires y al cruzar con la calle Cano se abre el cielo y las gotas le ríen como una Billie Holliday, una Sarah Vaughan o cualquier otra diva cuyos vaporosos braceos solamente se pueden tantear en la duda del claroscuro. Glaseado y sacudido de la oscuridad, el agua lo diluye en colores bajo la noche en cuyas entrañas suena un Chet Baker con los ojos sumidos en la vía láctea, en baúles de amores que son carcomidos por las polillas del olvido. Destapa el enigma con su llave, sobrepasa el umbral y deja caer tras de sí la puerta, dejándose caer sobre el sofá, levantando cenizas con pose de James Stewart mientras rueda Miles Davis con su Yesterdays, revolando con la mirada los libros esparcidos de tratados filosóficos camusianos, novelas contemporáneas como dantescas, ensayos de doquier, poemarios pizarknianos y alguna propia de los tiempos líquidos, cuentos de Cortázar -que narra este escrito con su voz de erre descorchada y abierta al universo, afable y lenitivo- y revistas con Picasso de portada y periódicos cuyos destinos son hogueras de plenilunio. La cámara se levanta con parsimonia tras la silueta fumeante, ensoñada en un Mahogany Hall Stomp disuelto como emitido por el swing de las entrañas de Louie Armstrong, hasta cruzar la ventana sin desteñirse en perseguir con la mirada al cada vez más minúsculo hombrecito con los pies cruzados, chasqueando su swing encontrado, asintiendo y negando, asintiendo la escritura, la poesía del anema e core guarecida en la laringe de un saxo, en el tímpano de una trompeta o en la dentadura de un piano. 


By W. 

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