El Mercado

 


    En ocasiones suele ocurrir que cuando viajo, caigo en el ensueño de imaginarme cómo sería habitar permanentemente ese lugar que visito. Sea en un barrio alto de Lisboa, en un rincón de Kyoto, en una plaza céntrica de Madrid como es la del Dos de Mayo. Me supongo vivir en este o aquél edificio, me veo haciendo la compra en ese mercado o establecimiento cercano, sentarme a tomar un café en esa plaza, llevando a mis hijos -que nunca tendré- a ese colegio del cual están saliendo como pequeños locos que son ,y que tan bien retrató Serrat, capaz de descorcharte una sonrisa silente. Como un Alain de Botton arrojado a una cafetería de cualquier aeropuerto donde comienza a meditar sobre posibles lugares que podría explorar al instante,  me hallaba frente al puesto de café del Mercado Central de mi ciudad abstraído en estas cuestiones mientras sonaba el tema de Camané -Mais um fado no fado- bajo mis auriculares. Me percaté que era mi turno, bajé los auriculares y saludé como de costumbre al propietario para pedirle medio kilo de café arábico sin moler. La fragancia del café, el rumor de la gente, la canción que cubría mis abstracciones filosóficas me situó en un presente brioso. Tras pagar, me dirigí a la pescadería del mercado consciente de la fortuna de vivir a unos pocos pasos de este templo que frecuento los fines de semana. ¿No se podría ser más desdichado? Quizás otros sueñen con chalets, pisos de lujo, con lugares inhóspitos o ciudades de renombre. Sin embargo, siempre me he sentido agraciado por vivir donde vivo, pese a mis cavilaciones filosóficas cuando soy un transeúnte en ciudades tan lejanas como Istanbul, Atenas o Hiroshima. 

    

Aquí, ahora, me siento en paz cuando deambulo por el mercado y su entorno. Los mercados siempre me han parecido lugares enigmáticos. Casi se podría decir que tengo una obsesión por ellos. Allá donde viajo, me gusta visitarlos, empaparme de su ambiente. Percibo en sus visitantes como vendedores humildad pero también el aprecio por sus paladares y aparato digestivo. A ratos alguien te confiesa una receta entre quienes esperan su turno y, otras veces, es el vendedor que te desvela un plato o técnica culinaria para aprovechar al máximo el producto. Es, a fin de cuentas, la antítesis de los centros comerciales, las galerías, el pastiche posmoderno del placer comercializado. Se trata de hallar un placebo no inmediato, sino postergado como destinado a la cocina de la casa. No es apenas tangible ni es absoluto, está codificado. El tiempo cobra valor, algo inaudito en nuestros tiempos. Por ende, visitar un mercado conlleva pasear con paciencia, afinar nuestra capacidad olfativa, el tacto, el contacto humano, intercambiar conocimientos, el humor. Y ya en casa, a solas, quizás, transformas esos productos codificados junto con un buen vino descorchado y la música apropiada, en un plato terminado. 

    De ser la reencarnación de Atticus Finch, sentado en cualquier cafetería cercana a un mercado -o bien en mi balcón- y asomando el tallo del puerro de una bolsa, sorbiendo café o exhalando el humo de un cigarillo, escuchando a Camané, volvería a pensar que matar a un ruiseñor es un pecado. Y sonreiría hacia mis adentros pensando en lo pensado: "Nada que decir, su señoría. Soy feliz."


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