Kabul


    La entropía, espesa e intangible, se abre paso y envuelve los cuerpos. Tras su bruma hay centelleos, crujidos mientras mis ojos ansían desaparecer, diluirse con toda mi entereza, mi cuerpo, ser licuación sin retorno. No sentir la presencia de una espalda que oculta la sonrisa torpe, cruda, ajada; no percibir sus roncas carcajadas practicando el llanto, retorciendo cuerpos, insonorizando el paisaje con el horror. Apartar de mis faros esa oscuridad espesa, gutural, irracional.

    Ya soy mi propio cansancio fumando las ruinas paganas, la dolorosa esperanza de la belleza pisoteada, golpeada, violada; ya no requiero entender con mi débil lucidez la presencia de este reino hostil y zafio. 

    Ahora que soy cansancio, solo anhelo la ausencia; un goteo pausado entre las hojas. En la lejanía el silencio y el frescor imprimiéndose bajo mi coraza, sentir un leve y gratificante escalofrío que sacudo con mi propio calor. Sepultar los faros, erguir la mirada desorientada. Seré un demente o el calco de un moribundo en Basilea por sentir el dolor ajeno como propio en otras latitudes, en otras proyecciones cartográficas, en otras magnitudes medibles. Pero ante ojos de quién, me pregunto, si soy cansancio. 




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