14.246 días en la Tierra

    Portadores de una verdad inflamable, las exánimes y hasta débiles creaciones humanas revolotean ante la inminente presencia del vórtice del tiempo. Son, se podría afirmar, tan delicadas que una caricia sería capaz de deshacer, despedazar, convertirlas en esa nada de la cual hemos germinado. Por su naturaleza mnemónica, surgidas de ese instante donde el ser humano, por primera vez, aprecia la noción del día gracias a contemplar nuestro cielo, los calendarios son endebles rastrojos que creen sistematizar, domar la magnitud del tiempo. 

    Pero de asumir el almanaque doméstico como particular -gregoriano por más señas-, acunado a mi existencia, ya llevo 14.246 días en la Tierra, distrito Vía Láctea. ¿Y qué ha pasado en todo este lapso de minutos, horas, días, semanas, años, lustros, décadas, breve salto entre dos siglos? Si cierro mis ojos pienso con intensidad: percibir el frescor de un bosque, el aroma de una flor. Santa Sofía, el Partenón, un azul incansable, imbatible, los poemas de Omar Khayyam, la tristeza, la incomprensión. Años de lectura, la biblioteca, la noche cerrada, el cosmos. El amor efímero como eterno, la risa ante el conocimiento, la mordedura ante la imposibilidad, el frío adormecido y la búsqueda de calor. El destello ciego, el blanco sobre el oleaje, el silencio y la paz rumiando. Volar a 11.000 metros contemplando el atardecer del planeta. El ronroneo de mi gato a un costado en la noche más eterna. Los amigos que he perdido, su gratitud. Una hoguera, un despertar, la libertad sobre un verde prado, la bicicleta, un grito de estar vivo, el cansancio y deseos truncados. Podría pensar en más cosas, tanto tristes como alegres, pero he vuelto a abrir los ojos. 

   
Ahora, con la mirada atenta sobre el teclado, sin dejarme deslizar por lo primero que me venía en mente, pienso que he tenido 14.246 días dignos de vivir. Estoy, quizá, en un momento crucial de mi existencia, en cuanto que ya no solamente debo renunciar a correr, montar en bicicleta, practicar ciertos deportes, sino también a mi trabajo. Debido a mi enfermedad degenerativa, he pedido mi primer año de baja laboral. Quizá no vuelva a pisar un aula. Y ya cuesta levantarse de la cama, vestirse, realizar ciertas tareas que la mayoría de la población considera banales. Ha sido un año donde, siendo consciente de mi condición y vulnerabilidad, he sentido con mayor intensidad todos estos placeres que me concedió la vida. Y entre esos gozos a los que me aferro hay algunos que debo remarcar: 

Caminar. De poder volver a caminar de una manera que no esté arrastrando los pies. Llegar a la orilla de la playa, cerrar los ojos y percibir el olor de salitre, la brisa, el sol, el rumiar de las olas. Caminar, caminar, hasta que no pueda más. Caminar. 

Cocinar. Creo que el día que deje de cocinar necesitaré descorchar todos los buenos vinos que albergo en mi vera. Cocinar: este año no he cesado en mantener la nariz sobre la sartén o la cazuela, cerrar los ojos y estremecerme. Estremecerme, sí. Es quizá, más que el caminar, la práctica que más echaría de menos en mi vida. 


Foto tomada en Estambul, por M. o J.I. (no me acuerdo pero eternamente agracedido)
   

 Ha sido, además, un año donde he podido reflexionar sobre mí y sobre la vida. No hay que aislarse físicamente, asentarse en un lugar inhóspito ni buscar credos o prácticas extravagantes. Básicamente se trata de eliminar ciertos patronos, alejarse de ciertas personas que no tienen que ser malas, pueden hasta ser buenas, para sentirse otra vez en una realidad que ha sido distorsionada. Vaciarse. No buscar líneas de acción, listas eternas como etéreas. Vivir en una calma de la cual carecen los almanaques. No sabría cómo explicarlo, pero he salido de ese estado de calma siendo todavía ateo y más consciente de mi estado de alerta (estrés, ansiedad, malestar, miedo) como de los individuos que me rodeaban y de mí mismo. Sé, ahora, de mis virtudes y debilidades, de que he estado un tiempo insoportable, enfadado con el mundo, al igual que sé de las personas que te querían y quieren y de las que, aprovechando mi momento de inestabilidad, me hicieron mal a mis espaldas o de frente. Y sin embargo, como dicho, estoy más que bien. Estoy, por fin, tranquilo y en paz. No sé. No sé cómo ni cuándo, quizá era solamente quitarse una carga que era insoportable hasta para un cuerpo que no podía dar más de sí y ahora ha encontrado el equilibrio acorde a su enfermedad. 

      Sea como fuere, estoy contento con que a mis 14.246 días de existencia en la Tierra, tanto mi yo como mi cuerpo, se hayan reconciliado. ¿Debería renunciar a la vida si sé que me esperan momentos de infinita tristeza? ¿Ver a otros seres queridos desvanecer, familiares o ajenos intentando de hacerme daño? ¿Contemplar cómo me voy consumiendo sin poder ser capaz de levantarme de la cama, vestirme, asearme, hacer la comida? Visto así, ¿por qué no? Sin embargo, no. No. Pasaré por luengos momentos horribles, imperará la vergüenza, se atusará el cinismo en miradas ajenas, perderé. Empero, lucharé con mis estremecidas como endebles fuerzas hasta que no soporte el peso que canta Rachid Taha en su tema Ya Rayah: 

"¡Oh, tú ausente! No paras de correr en el país de los otros. 

El destino y el tiempo siguen su curso, pero tú los ignoras."

    Seguiré viajando por el mundo, retando a todo peldaño que se me cruce en mi pasear en el día a día, tocando hasta la última cuerda de mi guitarra, rociando las últimas hebras de azafrán sobre el arroz, sosteniendo el último libro de mi lectura, tecleando la última letra en mi portátil. Insha'Allah. Y, si quiere, este calendario inflamable. 



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