En la misteriosa singladura por la tabla periódica de nuestras inexistentes existencias, alguien aceza y osa detenerse, dejar de correr. Contempla, sudoroso y a modo de panorámica, su entorno: bisoños soldados con manos temblorosas, exangües sollozos, tensados rostros alumbrados por diminutos cuadriláteros de luz en un invierno milenario como predecible. Las luces de un ejército de faros delanteros rielando en el mojado pavimento, columnas de humo emergiendo del alcantarillado, hipnóticas luces de neón, destellos, parpadeos, intermitencias eléctricas, el efecto doppler entre semáforos, cálidas vaharadas mancillando el rostro; gritos empujándose silencios, ceños fruncidos, violentos hombros encogidos, palabras ahogadas, ácidas alarmas calcinando el aire casi desprovisto de libertad.
El corredor ha recompuesto su respiración, ahora tranquila, serena. Sepulta los párpados y olvida la cetrería practicada en las ciudades de su siglo, la callosidad propia de la alfombra de periódicos que pisa, el dolor, los rostros y alfabetos que lo perseguían en la pista del tiempo. Extiende su brazos, siente el aire sedoso. Abre los ojos y comienza a caminar. Allá va el solitario Tom Joad, el disco de Marvin Gaye, la dulzura de Stefan Zweig, la voz de Emma Goldman. Era todos los colores que otro universo requería.
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