Letraherido, da
Del cat. lletraferit.1. adj. Esp. Que siente una pasión extremada por la literatura. U. t. c. s.
- Real Academia Española (RAE)
Reconozco albergar manías propias de una persona letraherida. Como esa de leer siempre con un lápiz a mano que, durante el transcurso de la lectura, se hunde en el abismo de dos cojines, se enrosca entre sábanas o acaso juegue a personificar a Steve McQueen en la Gran Evasión o a Ulises intentando escapar de las fauces de Polifemo en la Odisea. Suelo subrayar frases, palabras que suenan bien o desconozco, datos, nombres o directamente enclaustro párrafos enteros sin motivo aparente. A veces, en los márgenes, señalo con signos o breves apuntes impresiones del instante de la lectura: asombro, risas, indignación, coincidencias. Quizá sea una manera de hacer constar una breve presencia de mis pupilas -semejante al amante que cincela su amor sobre la corteza de un olvidado roble- por esos parajes guarecidos tras el lomo que se alinea con otros en una constelación evanescente.
El amor que profeso por las palabras se evidencia al anotarlas en libretas. Las alisto, busco su significado, releo su sonido. A veces transcribo, cual un extinto amanuense, frases enteras. ¿El motivo? No lo sé. Quizá me guste apreciarlas, observarlas, emplearlas cuando anhelo escribir o en una mera conversación. Más o menos como el comisario Kostas Jaritos en las novelas de Petros Márkaris que, para tranquilizarse, se encierra en su habitación y lee en un diccionario una miríada de palabras junto con su significado. Y sin embargo, una de las múltiples palabras que me gustan no se hallan en las entrañas de mis libretas: letraherido, da.
Curiosamente este adjetivo -que también se emplea como sustantivo- es bastante reciente y proviene del catalán. Por lo poco que he leído sobre esta palabra, sé que se ha ido abriendo camino en nuestra lengua y hasta ha asaltado continentes. Su significado también ha variado y me genera verdadero goce su pronunciación como sentido. Lletraferit: que siente una pasión extremada por la literatura.
Pero toda esta avalancha de menudencias nostálgicas surge después de leer el ensayo de Irene Vallejo, El infinito en un junco. En él, la autora letraherida no solamente nos relata sobre la invención de los libros en el mundo antiguo, sino también sobre todo aquello que profese pasión por la lectura, los libros. Gravitando sobre la obra la figura de Mary Beard, Vallejo nos adentra en nuestro propio mundo, el de los letraheridos y letraheridas. Su narración, con saltos constantes en los tiempos atemporales -desde las primeras inscripciones cananeas hasta hallar episodios de sus propias vivencias-, practicando una fusión acertada de la cultura clásica con la popular, esculpe y exhibe la pasión por la literatura que, milenaria, ha llegado a nuestros días para quedarse.
Como anónimo letraherido, la obra de Irene Vallejo se me asemeja a la verdad buscada por Guillermo de Baskerville en la novela El nombre de la rosa, de Umberto Eco. ¿Qué nos aportan los libros, la literatura? Quizá la tranquilidad de no sabernos solos. Si a mi costado tengo un libro, percibo la voz de alguien quizá ausente, pero que habita en mí. Sus palabras se deslizan, me serenan, converso con ellas envuelto por el manto del silencio. Percibo calma con sus presencia, se truncan las paredes, las fronteras. No está de más recordar que los antiguos, cual Horacio, consideraban las palabras un bálsamo para el alma.
Antes de partir, mi abuelo paterno se levantó con cierta dificultad de su sillón. Con pasos cortos como inseguros, avanzó hacia su biblioteca. Alargó su brazo y cogió la figura. «Ven», me indicó. Hice caso omiso y me presenté ante él. «Toma. Es un regalo. Sé que te hará ilusión». Tenía entre mis manos la figura de Don Quijote. Estaba algo aturdido, sin palabras que solamente sabían trastabillarse con la lengua. Y percibí en él una inusual sonrisa sin estremecimiento alguno. Meses después, estando estudiando en Madrid, falleció. Meses después, me sorprendí ante la noticia que había modificado su testamento. Los muebles, la ropa, otros enseres le daban igual. Pero la biblioteca, que debería haber sido en su conjunto para mi primo, se repartía ahora entre mí y mi primo. Así que nos repartimos ciertos libros sin problemas. Sin embargo, muchos se hallan ahora en casa de mi padre. Aun así, prefiero y tengo por alta estima esa, en apariencia, desdeñable figura de Don Quijote que, junto con su antigua radio, se cobija entre los libros de mis estanterías.
¿Que por qué no he apuntado la palabra letraherido, da en mi libreta? Es obvio. Soy un letraherido.
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