#45 Silvio Rodríguez - Por quien merece amor (1982)

"Mi amor no es amor de mercado 
porque un amor sangrado 
no es amor de lucrar. 
Mi amor es todo cuanto tengo 
si lo niego o lo vendo, 
¿para qué respirar? 
(...) 
Mi amor, el más enamorado 
es del más olvidado 
en su antiguo dolor. 
Mi amor abre pecho a la muerte 
y despeña su suerte 
por un tiempo mejor.
 
Mi amor, este amor aguerrido, 
es un sol encendido 
por quien merece amor." 

 - Silvio Rodríguez, en 'Por quien merece amor', de su álbum 'Unicornio', 1982



    Aunque macilento y baldado, acarreando múltiples cicatrices, sus ojos todavía abrigan una jovialidad extraña, una vitalidad que se creía extinta en este siglo cuya práctica más común es desdeñar el próximo devenir cronometrado. Encogido, con las manos ocultas en los bolsillos, bordea las grandes avenidas, disca sus pasos hacia los ignorados y estrechos arrabales de la urbe sin advertir destino alguno. Estrecha su mano una mano arrugada y huesuda para ayudar a sus débiles pasos cruzar la calle. Vierte su cuerpo hacia la suma de la masa que impide el desahucio de los ignorados vecinos, se adentra y se sienta en las casas donde nunca falta una silla para la búsqueda de los abrazos y la sonrisa combativa; le sonríe y le convida al extraño, en plena calle, a cruzar las palabras amables cuyo eje de coordenadas difuminaron los semáforos y la neblina unívoca, envuelta en la mirada de los perfumados viandantes. Brioso, sin respaldo ni concesiones ante el vértigo de la soledad, siempre da su brazo y su mano, avitualla a la humanidad con las palabras y los gestos cuya inasible presencia se columpia entre la extinción con su derrota y la esperanza con su revolución. Por amor enamorado, nunca contractual o de mercado, se alzó sudoroso y hambriento en Sierra Maestra como en Haymarket, recorrió miles de kilómetros por fundir su cuerpo con otro y tatuar, ante la herrumbre del tiempo, una intempestiva memoria que se desintegraría para convertirse en la arena de los relojes que acezan ahora, quizá también mañana, la furibunda belleza de la promesa combativa del ayer.

    Ahora, macilento y baldado, acarreando múltiples cicatrices, sus ojos todavía abrigan una jovialidad extraña, una vitalidad que se creía extinta en este siglo. Encogido, con las manos ocultas en los bolsillos, bordea las grandes avenidas, disca sus pasos hacia los ignorados y estrechos arrabales de la urbe sin advertir destino alguno. Allá va, solitario, el amor. Se gira por última vez, extrae una mano de su bolsillo, nos saluda sonriente antes de proseguir, encorvado, su andadura hacia el olvido. O hacia la esperanza. 

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