Sidi


    Estiró el brazo y dejó caer el bolso. Ahora sí estaba ocupada la silla. Su adormecimiento perentorio siquiera permitió sentir un crujido interior, una indignación, un hastío, un sollozo retenido. Abandonó, casi torcido, la mesa con la señora ensimismada ante su móvil sin esperar respuesta alguna y el bolso habitando el último digno reducto de toda la plaza. Caminó varios metros con sus piernas entumecidas y percibiendo con mayor gravedad la flojera de las mismas. No sabría concretar en qué rincón se dejó caer, en qué cruce de calles de nombres impronunciables se veía abatido mientras caía la hora vespertina. El tormento de sus ojos abiertos no le reconciliaban. Extrajo del bolsillo del pantalón un cúmulo de monedas que dejó caer sobre la palma de su mano y comenzó a simular el agitado batido de las conchas de cauri en manos de su abuela. El juego del destello de las llamas y sus sombras configuraban el rostro de una anciana que ahora aparecía ante él. Con los ojos sepultados, con un rumor cuya dimensión del recuerdo inundaba la calle, Sidi recuerda el caer de las conchas sobre la arena; la orientación de una sombra alargada sobre las mismas, el silencio y el dulce crepitar en el hogar. Mamy se lo advirtió. «Y ha sido así. He sido así», se decía mientras dejó de agitar las monedas.

By W. 

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