Traficantes de cultura
- ¿Listo?
- Sí. Te traigo lo último de música Raï, algo de Max Ophüls y lo último de Ferzan Özpetek. Canela fina.
- ¡Uo-uouhh! Pues tengo lo que querías: lo de Stefan Zweig y un disco que tienes que escuchar. Se llaman Milk Coffee & Sugar. Y algo de filmes que he acumulado. ¿Éric Rohmer? ¿Viste lo último de Sorrentino?
Hay una parte de mi ciudad que me encanta. Habito un lugar cerca de aquellas calles estrechas y despechadas, ocultas donde no se distinguen colores, olores o idiomas. Se habla en fulani, en francés, en árabe, inglés, español y lo que se tercie. Un chasquido tras el golpe de confianza de palmas de manos, una sonrisa, un saludo tierno. Los esquinados que habitan el centro de las maltrechas calles flanqueadas por el mar, el temor de las inmobiliarias, las constructoras acechando y, sin embargo, sobreviviendo entre los pitidos de los coches y el rumor de los viandantes. Cada vez somos menos, cada vez se van más amigos a la periferia de mi ciudad o bien se van lejos, bien lejos. Muchos abandonan nuestro paisaje y buscan refugio en Schamann o Escaleritas pero yo intento, como los comercios de electrodomésticos o alimentos halal, a sobrevivir. Porque fue aquí, en la multiculturalidad, en la humildad, donde pude tejer amistades y generar, compartir cultura. Aunque ya siento que me quedo solo...
Tuve un amigo con el que trapicheaba cultura. Cada cierto tiempo quedábamos para un breve intercambio. Él, con su pequeño laptop blanco bajo el brazo, yo, con mi pendrive en el bolsillo, nos reuníamos en cualquier terraza o café del barrio para realizar el intercambio. Una palmada de manos a lo Snoop Dogg o Coolio con chasquido incluido y pedíamos un café o un agua sin gas. Después era fácil: deslizar el pendrive en su portátil y transferir películas de John Ford o Yasujirō Ozu; música de Khaled o letras de Mohammed Chukri. Él, a su vez, me pasaba un film de Claude Lanzmann o lo último de Stromae. Y mientras, recomendaciones, demandas, sugerencias, impresiones. Pero lo que hacíamos, fuera de la ley, era conservar el derecho al acceso a la cultura libre y gratuita. Es por ello que quedábamos también simplemente para vernos y charlar, sea en un banco del paseo de Las Canteras o en un café para hablar de nuestras vidas, la cultura, sobre lo humano y divino. Y era especial saber que éramos los últimos supervivientes de la curiosidad, de las esperanzas, de la risa y su rebeldía, del sueño y el asalto a la realidad que nos acecha.
Pero ahora, que me asomo a la barra frente al mar, solo percibo el embate de las tibias olas. Emergen nuevos edificios, resuena el abatimiento de los viejos edificios. Apenas hay personas que saludar con un saludo efusivo y lleno de briosidad. Ya no quedan amigos para trapichear con la cultura. Nuestro vicio. Miro, abatido, cabizbajo, al mar. Cuelga del cuerpo inclinado y apoyado sobre la barra del paseo marítimo una bolsa de plástico naranja en cuyo interior hay un paquete de cous-cous y carne de cordero halal. Habrá que sobrevivir. Soy el último. Embates de olas. Eternas.
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