Quiero la cabeza del doctor Avía (I)

        Pese al tórrido ambiente y la obligatoria presencia de un sol inclemente como serio, el hombre seguía ahí de pie, en pleno paseo marítimo. Con su nariz arrugada y la boca entreabierta, semejante a un huidizo conejito con enigmáticas gafas de sol, el hombre no cesaba, cada cierto tiempo, en ladear su cabeza de un lugar a otro en búsqueda de una referencia que se le parecía escapar. Cualquier fortuito testigo podría pensar que aquel espárrago blanco con camiseta blanca y bermudas azules levemente desteñidas, estaría simplemente esperando a alguien -o quizás a toda una comitiva- con quien emprender cualquier acto anodino, pero que resguardamos y consumimos en nuestras quimeras colectivas e individuales como si de prescripciones médicas se trataran: tomarse una copa de vino blanco excesivamente fría para paliar su acidez mientras se percibe el efecto doppler del graznido de una extraviada gaviota sobre el anaranjado horizonte; quizás visitar la sala de cine cuyo aire acondicionado de alto rendimiento entumece el rictus de los espectadores. O bien simplemente citarse para cenar en una terraza unos bocados de sushi en cuyas entrañas se alberga una lenta descomposición de carne de pescado ultracongelada y hecha goma, proveniente de un espécimen cuyo nado se vio interrumpido por una red en un punto inexistente del lejano Océano Pacífico. Pero también cabría la posibilidad de que aquel hombre, cuya presencia semejante a una boya anclada sobre el asfalto era esquivada por un enjambre de parejas, grupos de chavales y niños hiperexcitados, se hallara perdido en calidad de miembro de la tribu de los turistas de masa que reinan sobre el globo terráqueo.

        Sea como fuere, y sin capacidad de explorar en la ilimitada imaginación del anónimo testigo, el hombre comenzó a moverse inesperadamente en una dirección concreta. Sin desatender su fijación en un objetivo que había percibido quizá desde un tiempo atrás, avanzó con mesura hacia una de las calles que le devolvían al hervidero urbano. Llegado al primer cruce  giró tomando otra calle que quedaba a su izquierda y avanzó bajo la eterna sombra que brindaban los enormes edificios en primera línea de playa. A unos cien metros tomó otra calle girando hacia su derecha, rumbo al centro de la ciudad. En todas las vías que recorría o dejaba atrás se apreciaban hileras de coches aparcados a ambos flancos mientras se desinflaba la presencia de viandantes solitarios como grupales y se amortiguaba el ruido inclemente propio de un día estival en la playa.  Al cabo de un rato sus pasos desembocaron en una plazoleta escondida donde las tres cafeterías o bistrós exhibían sus terrazas con una actitud afable en ofrecer un placebo instantáneo, simulando a un oasis de tiempos pretéritos o solo evocados en un imaginario forjado por la cinefilia o las lecturas consumidas como trituradas, albergadas en una memoria sentimental como escapista. En medio de la plazoleta se hallaba una pequeña fuente en torno a la cual corrían salvajemente niños y niñas sin cesar en emitir gruñidos y desafinados gritos de guerra, bandadas de jolgorio y despreocupación que suplían a las grises palomas que habían padecido su particular holocausto emprendido por los poderes fácticos de la ciudad durante la última década. El hombre volvió a permanecer quieto por un instante, confundido por el panorama que le brindaba la plazoleta y creyendo haber perdido su objetivo. Algo excitado merodeó con la mirada por doquier hasta que reaparecieron en su campo visual. Se predisponían a sentarse en una de las mesas de una cafetería cuya ubicación daba a la avenida que se prestaba como limes del recóndito rincón de la ciudad y no dudó en seguirlos y sentarse en otra, a tres o cuatro mesas de distancia. Poco le importaba que las blancas sombrillas no le obsequiaran sombra, aunque al llevarse la mano a la amplia frente sudorosa y desprovista de cabello alguno -síntoma ineludible del transcurso de angustiosas décadas- no podría permanecer durante mucho tiempo bajo la sensación de quemazón que comenzaba a sentir sobre su media calva. Apreció desde su discreta situación que la persona a la que escrutaba todavía permanecía con las gafas de sol puestas, mientras exhibía un rictus de bienestar que le disgustaba. Charlaba animosamente con su acompañante cuya espalda desnuda y cabello no reconocía siquiera calibrando dentro de su registro mnemónico. 

      Inesperadamente surgió a su costado un camarero que desenfundó con sagacidad un dispositivo oscuro para anotar su pedido. Algo confuso por la súbita presencia del joven que le preguntaba por lo que iba a tomar, el hombre comenzó a tartamudear, después a emitir alargados sonidos de relleno para finalmente pedir un café solo con agua natural fría, no sin dejar de emplear algún que otro latiguillo. En cuanto el camarero huyó presto a atender otras mesas, volvió a girarse para reemprender su escrupuloso análisis facial del hombre al cual observaba detenidamente. Y según se iba desmigando el tiempo, parecía acercarse cada vez más a la presunta convicción de que era él. Había perdido el brillo de su cabello, aunque, en comparación con el suyo, apenas había retrocedido con los años. Alguna que otra arruga de más, pero sus hoyuelos permanecían intactos cada vez que demostraba su particular sonrisa socarrona. También sus aspavientos y ladeos le eran familiares. Sin duda alguna era él. 

        El camarero regresó con una bandeja bien surtida de cervezas, refrescos y demás pedidos. Con un balanceo estudiado milimétricamente, se detuvo frente a su mesa y depositó sobre la superficie metálica una taza de café, una botella de agua sudada y su respectivo vaso de cristal que, por su forma estriada, seguramente fue adquirida en Ikea. Mientras el camarero proseguía con su particular itinerario, el hombre volvió a erguirse en su silla, retirando una pierna que yacía sobre la otra para tomar una postura atenta. Con el pulgar y el índice hizo una pinza y se abanicó un sobre de azúcar para posteriormente romperlo por un lateral y verter el contenido en la taza. Introdujo la cucharilla en la espesa y oscura profundidad de su infusión y revolvió unos instantes mientras miraba en derredor. Posó la cucharilla sobre el platillo de café y tomó un breve sorbo, dibujándosele seguidamente una mueca que chupaba su rostro y tensaba su mentón. «Sin duda alguna es amargo —pensó— descubrir esta extraña sensación. Saber que es posible que los muertos vuelvan a la vida».

Comentarios

nmj.graphiteart ha dicho que…
Ahhhh quiero más!!! 😂
Diebelz ha dicho que…
Jaja. Es la gran tragedia de los cuentos por entrega. Habrá que esperar algo porque todavía no lo tengo terminado. Paciencia... ^^'

Entradas populares