Quiero la cabeza del doctor Avía (II)

    Nunca llegó a entender esa reyerta inesperada propia de la memoria. Por mucho que leyera a Freud y más a Jung, por más que navegara entre arquetipos y mecanismos enfrascados en fenómenos de asimilación del inconsciente, nunca entendió las razones por las cuales, sin previo aviso, emergían ciertos recuerdos en un instante categóricamente indefinido en la línea temporal de sus latencias vitales. A los pies del sofá donde yacía estirada con los pies elevados sobre uno de sus brazos, se hallaba una botella terciada de vino tinto junto a su copa media consumida. Los oscuros mocasines esparcidos entre ella y la mesa de centro. Exhaló una última y larga bocanada antes de estirar su brazo derecho y aplastar la colilla en el cenicero que posaba sobre la mesita del salón. Miraba al techo mientras sonaba de su viejo tocadiscos Hitachi HT-500, de precario y heroico estado al atravesar el último horizonte del segundo milenio, una canción tan nostálgica como sus ojos levemente abotagados por los efectos del alcohol. La chata aguja recorría detenidamente los surcos de una canción heredada de un tiempo en el cual su presente orfandad todavía ni se había siquiera proyectado: 

«Yo no concebía
Cómo se quería
En tu mundo raro,
Y por ti aprendí.

Por eso me pregunto
Al ver que me olvidaste,
Por qué no me enseñaste
Cómo se vive sin ti»

Pero aquella canción cantada por Estela Raval junto a Los Panchos no fue el desencadenante capaz de agitar su registro mnemónico y lanzar aquel recuerdo a la esfera de la consciencia. Más bien pensaba en sus padres, en aquella y la otra escena cada vez menos nítida de vivencias convalecientes cuando de pronto le vino a la mente de Aurora Canterilla aquel caso. Recordó que fue apenas unos años. Cinco, quizá seis años. Concretamente durante los días de las canículas porque aquella reminiscencia estaba intrínsecamente vinculada a la camisa adherida  a su piel, al aire denso envolviendo con su calor los contornos y las sombras, así como al ventilador encendido en su despacho a media mañana mientras redactaba los últimos informes. Seguramente eran asuntos anodinos que tecleaba resoplando cada cierto tiempo con la ventana abierta de par en par que daba al Parque Santa Catalina. Sentada frente a su escritorio y de espaldas a la ventana, notaba una leve como reconfortante brisa sobre sus hombros, así como un enjambre de voces, gritos, llamadas de atención, coches y guaguas rugiendo a diferentes distancias y velocidades. Era más que probable que tuviera su vieja radio puesta y escuchara una voz metálica informando sobre asuntos casi inminentes a desfallecer por inanición de atención mientras completaba sus informes finales y echara de menos la ayuda como compañía de Basile, ahora solamente imaginado deambulando entre edificios y casas doradas o de color terracota con diversas graduaciones de intensidad, propias de su anhelada Mesina. Absorta en su trabajo, notó entonces el agudo sonido del timbre. Sin apartar sus ojos del teclado emitió una indescifrable como entonada advertencia de que se podía pasar. Al notar que alguien cruzaba el umbral de la puerta con cierto énfasis, elevó sus párpados y después sus cejas de asombro. 

—No me lo creo. ¿Tú aquí? 

    El hombre avanzó hasta el centro de la estancia y obtuvo un caluroso abrazo de Aurora. Sin cesar en sonreírse mutuamente le indicó que se sentara frente al escritorio mientras ella retornaba a su silla. 

—Ya te digo. Estaba por la zona y, como ando de vacaciones, pensé en probar a ver si estabas.

—Claro —respondió Aurora con la cabeza levemente ladeada mientras se encendía un cigarrillo que ya posaba entre sus labios —. Y seguramente también querrás algo. Que te conozco, Rafa —sentenció sonriente y expulsando una nube plateada bajo el foco de una lechosa luz que se adentraba por la ventana y se expandía por todo el despacho. 

Rafa negó con buen humor que tuviera otras intenciones que no fueran las de saber cómo se encontraba. Charlaron animosamente sobre sus nuevos estados civiles y laborales; sus pulsaciones sentimentales y políticas; apreciaciones culturales como religiosas aunque desde un enfoque propio de la militancia ateísta y evocando algún que otro litigio difundido desde la extravagancia mediática. 

—Y no te lo vas a creer —prosiguió Rafa volviendo a posar su taza de café al borde del escritorio —. El otro día me lo encontré. Estaba con Marta, la chica que te dije, y nos sentamos a tomar algo en Guanarteme de vuelta a casa. Y eso que me da por mirar y lo veo a tres o cuatro mesas de distancia. No sé, si no fuera por el pelotazo que le dio el chiquillo ni me hubiera fijado que era él. 

Con franca demostración de hallarse perdida, Aurora se encogió de hombros y elevó el mentón arrugado y las cejas al unísono.

—Era Avía —le señaló Rafa con rostro serio. 

Aurora resopló e hizo ademán de poner los ojos en blanco. 

—Si sabía yo que por algo venías. Casi me convences —dijo Aurora mientras se predisponía a extraer otro cigarrillo de la cajetilla de Marlboro que posaba frente a ella —. Rafa, eso fue hace muchos años y lo tienes que superar. Al final tampoco fue para tanto, ¿no? Hasta estuvo bien que se equivocara porque mira, aquí estás. Vivito y coleando. 

Comenzó a asentir mientras Aurora tomaba una falsa postura triunfante, casi de pantomima con una mano agarrando el brazo de su asiento y con la otra sosteniendo el cigarrillo entre los dedos  mientras exhibía un rictus algo torpe pero con pretexto de querer animar a su antiguo vecino, compañero de pupitre y, a todas luces, amigo y camarada desde los albores de su infancia hasta un futuro que siempre se hallaba en ciernes de claudicar. 

Tras proseguir un rato más entre intercambios dialécticos como casi metafísicos, Rafa se despidió junto al marco de la puerta con un último abrazo, sendos pronunciamientos de deseos y advertencias, así como con la manifiesta idea de verse pronto para, al menos, tomar algo un día cualquiera y presentarle a Marta. Y Aurora asintió y devolvió de modo recíproco toda la batería de encantos propios de la idiosincracia subyacente sin percibir que se estuviera traicionando a sí misma. 

La casualidad, al igual que la evocación involuntaria del recuerdo, era otro elemento que nunca entendió Aurora del todo, pese a analizarlo y adscribirlo a la sincronicidad jungiana aprendida en altas horas de cualquier madrugada de unos aún más lejanos tiempos universitarios. Pero precisamente fue la vulgarmente conocida casualidad la que le proporcionó otra dimensión al caso que, años después, recordaría cada cierto tiempo. Horas después de la visita de Rafa, Aurora volvió a notar otra de las escasas llamadas del timbre que estaba acostumbrada a percibir durante su jornada laboral. Pero esta vez siquiera hizo el amago de levantarse para recibir a su cliente y esperó a que, tímidamente, se asomara a la proximidad de la silla frente a su mesa. 

—Disculpe. ¿Es usted la detective Aurora Canterilla Blanco? 

Aurora asintió y le mostró con el brazo y la mano extendida que tomara asiento. El hombre hizo caso omiso. Era alto, de tez blanca y se movía de manera algo irresoluta. Tenía una frente amplia, despejada y enrojecida seguramente por una sobreexposición al sol. 

—Buenos días. Perdón, bu…buenas tardes ya. Mi nombre es Anselmo. Anselmo Avía Torrent. 

Comentarios

nmj.graphiteart ha dicho que…
Enganchadísima!

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