Quiero la cabeza del doctor Avía (III)

    Miraba en derredor, sosteniendo entre sus manos un portadocumentos marrón, con cierre de hebilla, cruzado sobre su pecho. Al preguntar si se hallaba sola o si esperaba otra visita, Aurora comenzó a tomar precauciones. Se levantó lentamente y empezó a recoger las dos tazas en cuyos fondos todavía quedaban restos del café consumido horas antes con Rafa. Sin titubear, comenzó a moverse en dirección hacia la cocina que estaba a pocos pasos de su escritorio, solamente separada por un archivador encajado en el rincón de la estancia junto a la ventana. 

—¿Le apetece un café? —preguntó mientras avanzaba. 

Asintió, y parece que musitó una afirmación apenas entendible, aunque estuviera absorto contemplando la estancia. 

  Dejó las tazas en el fregadero y aprovechó para coger la caja metálica de galletas danesas que se encontraba sobre la nevera para reubicarla sobre la pequeña mesa de formica verde adyacente, justo al lado de la puerta que daba al despacho. 

—¿Lo toma con leche? —vociferó desde el interior de la cocina mientras preparaba la cafetera. 

El señor Avía respondió que lo tomaba solo, con algo de azúcar. Aurora intentaba sostener la conversación mientras encendía uno de los fogones y posó la cafetera sobre la llama azul. 

—Es un cuadro verdaderamente admirable —opinó el señor Avía mientras Aurora retornaba con un azucarero que depositó sobre el escritorio para volver al marco de la puerta de la cocina sobre la cual se apoyó con brazos y piernas cruzadas. 

—Es un Stavros Kotsireas. ¿Lo conoce? 

Anselmo Avía, que ya se encontraba de espaldas contemplando el cuadro al otro extremo de la habitación, se giró por un instante para negar con la cabeza y volver a ofuscarse en el detenido análisis del cuadro. 

 —Me gustan esos colores primarios, intensos. Los contornos desdibujados, el reflejo del núcleo del efecto de la luz llevado al mínimo hecha máxima expresión. Lo implícito ajeno a lo explícito…Me transmite serenidad, vitalidad. Parece que el silencio cobra forma, volumen…

—Veo que entiende de arte. 

Aurora sintió cómo la cafetera comenzó a borbotear y abandonó su postura de celadora museística para retornar al escritorio con dos tazas colmadas de café. El cuadro parecía actuar como efecto placebo ante Anselmo Avía que se mostraba más distendido hasta el punto de, ahora sí, acceder ante la petición de Aurora de tomar asiento. Dejó reposar su portadocumentos sobre sus muslos y se sirvió dos cucharaditas de azúcar. Ella, sosteniendo su taza de Snoopy humeante, observó de soslayo el cuadro. 

—Pues ahí donde lo ve es un Kotsireas auténtico. Es de una de sus etapas más interesantes, abandonando lo puramente abstracto y surrealista para comenzar a experimentar con el paisaje y los colores. Forma parte de su colección «Diálogos con la naturaleza» que aúna un buen puñado de cuadros pintados al óleo durante los noventa. Después, cruzado el umbral del último milenio, comenzó a pintar un híbrido de sus dos etapas anteriores. 

    Avía se giró y volvió a admirar con devoción el cuadro mientras se relamía tras su primer sorbo de café. 

—¿Y no le parece, sin quererle faltar al respeto, algo negligente por su parte colgar un cuadro así en una oficina? No sé, tendrá su valor y hoy en día hay que ser precavido. 

—Las cosas valiosas siempre están más seguras si se encuentran a la vista de todos —respondió mientras posó su taza sobre la mesa para, a continuación, sostener entre sus manos la cajetilla de cigarrillos y su mechero azul —. Además, si hablamos del verdadero valor de una obra de arte o qué es el arte, estaríamos aquí discutiendo todo el día, tomando referencias desde John Berger hasta Mark Fisher —continuó echando una bocanada de humo —Tenerlo aquí es la mejor opción. Tiene su función y hoy la ha cumplido. 

El señor Avía se mostró algo desnortado por la exposición de Aurora, aunque asentía precavidamente, con la convicción de que algo, que todavía se le escapaba, debía de haber de cierto en sus palabras. Finalmente, Aurora le preguntó cuál era el motivo de su visita. 

—Pues mire… —volvió a agitarse, buscando un punto de fuga en la estancia —. Es un caso algo delicado. De hecho pensé en llamarla pero eso había que descartarlo, claro está. Quiero decir, es un asunto muy delicado —tomó otro sorbo de café, carraspeó y, titiritando, pidió un cigarrillo —. No soy de fumar pero lo necesito —dijo antes de comenzar a toser tras tomar la primera calada. Se recompuso y prosiguió temblándole todo el cuerpo —.Un amigo suyo me dijo que me podría ayudar. 

Anselmo Avía extrajo entonces de su portadocumentos una carpeta de color sepia y se la entregó. Aurora dejó el cigarrillo al borde del cenicero y desplegó la carpeta. Aturdida, levantó los párpados y le lanzó una mirada pétrea. 

—¿Qué quiere? 

Entonces empezó a sacar fajos de billetes de su portadocumentos que fue colocando sobre la mesa. 

—Son 30.000 €. La otra mitad se la entregaré cuando haya acabado con él. 

Aurora volvió a mirar en la carpeta y comenzó a hojear. De pronto encontró entre los folios unas cuantas fotografías adheridas con un clip. Las extrajo y fue solapándolas una detrás de otra. 

—¿De dónde sacó estas fotos, toda esta información? 

—Lo elaboré yo. 

Volvió a mirarle envuelta en un halo de inquina que comenzó a preocuparla y, aunque la situación ya no tenía remedio alguno, lo intentó: 

—Mire, señor Avía. Creo que se ha equivocado. Yo no soy una sicaria. Soy detective. Además, ¿qué relación tiene con Rafael Demorar?

—Su amigo me dijo que también hacía esta clase de trabajos—respondió inclinándose hacia delante para extender su mano y apagar su colilla en el cenicero. —. Y con respecto al señor Rafael Demorar no le puedo decir nada. Siquiera el motivo. Pero tiene que desaparecer. 

Aurora volvió a bajar la mirada, fijándose en una fotografía que sostenía y donde se apreciaba una escena propia de cualquier filme clásico hollywoodiense de la década de los cuarenta o cincuenta. Rafa y una chica -que suponía debía ser Marta- abrazados, fundidos en un beso eterno mientras de fondo se captaban palomas revoloteando en una plaza cualquiera. Comenzó a asentir cada vez con mayor énfasis hasta volver a elevar la cabeza y clavarle la mirada severa a Anselmo Avía. 

—De acuerdo. En dos días nos volveremos a ver. Yo le llamo al número que veo me ha proporcionado. 

El hombre se llenó el pecho de aire que expulsó inmediatamente como muestra de alivio. Sonrió, se levantó y le brindó inconmensurables gestos de halagos y gratitud antes de abandonar el despacho. Pero Aurora seguía ahí sentada, dejándose hundir por un instante en su asiento, inclinándose levemente hacia el cuadro de Kotsireas, «Frescura de color». Lo contempló por un instante, antes de aunar las pocas fuerzas que le quedaban para erguirse, recoger las tazas y volver a la cocina, olvidando los fajos de billetes colocados pulcramente ante ella. Una vez en la cocina, depositó las tazas sobre la mesa ubicada entre la puerta y la nevera. Contempló la caja azul y metálica de galletas danesas. La abrió. Ahí estaba, ahí se conservaba como siempre lo había hecho durante los últimos veintinueve años. La extrajo. Era una pistola semiautomática única. 

Comentarios

nmj.graphiteart ha dicho que…
😱😱😱
Diebelz ha dicho que…
Tengo que empezar a emplear la tijera porque podría alargarlo en demasía. ^^
nmj.graphiteart ha dicho que…
No, no, no tú alarga, alarga xD
Diebelz ha dicho que…
Un quinto y último capítulo. :P

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