Quiero la cabeza del doctor Avía (IV)

    Con el primer bostezo se reblandecieron las lágrimas calcinadas de sueño. Extendió su brazo y apagó el despertador que mostraba parpadeante las dos de la mañana. Por un intervalo microcósmico, Aurora sintió la orfandad del sentido espacial como histórico. Pero la amnesia contagiada por el profundo sueño arrebatado a causa de sus cálculos hilvanados en un pasado ubicado a escasas horas de su desvelo, se difuminó al recordar que se tenía que poner en marcha. El interludio de dos días, comprendido entre la visita del doctor Avía y su prolífico madrugar, transcurrió con toda la serenidad que se había propuesto. Para ello debía de corroborar que sus intuiciones eran ciertas y, horas después de aceptar el encargo de su enigmático cliente de frente amplia y despejada, posible doppelgänger de Cesare Pavese, abandonó el despacho en dirección al oculto Malatesta de Fran. Allí, entre las escasas mesas ocupadas por mustios clientes salpicados por doquier en el pequeño local, Aurora no tuvo problemas en hallar al Güije con sus codos hincados sobre la barra del bar. Sin embargo, y pese que lo haló de las orejas sin escrúpulos, se vio reconfortada al comprobar que su intuición seguía no solamente en estado prístino, sino que rendía incluso mejor que décadas atrás. Con cada trago que compartía con el Güije y Fran, Aurora se fue calmando hasta reencontrarse con esa condición propia de vendedora de estanco o ujier y que parecía querer abdicar o emigrar hacia otros archipiélagos de su subconsciente. 

  Tomando aliento e impulso, abandonó la cama. Tras ducharse y vestirse, se dirigió al salón y se situó ante su oscuro bolso depositado sobre el brazo del sillón. Introdujo la mano y, hurgando en él, se cercionó de que no faltara nada. Extrajo la mano y miró en derredor con las manos plegadas sobre sus caderas. Meditó un instante y se colgó el bolso sobre el hombro mientras se dirigía al aparador negro junto a la puerta. Abrió el cajón superior, sacó la pistola semiautomática y la introdujo en el bolso. También se hizo con las llaves refugiadas en un cuenco y el teléfono móvil que revisó cuando, sin premeditación alguna, se vio de soslayo en el espejo colgado sobre el mueble. Fue entonces cuando Aurora constató el hecho de que no hubo revocación posible ante el avinagrado suicidio de los almanaques, el cruel solapamiento de los años. Observó los delgados como escarmentados mechones plateados surcar su todavía poblado cabello oscuro, las manchas como derrotas ante el pulso de las agujas del reloj, sus ojos levemente hinchados, sus eternas ojeras y la evidencia sin atenuantes de que, efectivamente, se parecía cada vez a Susan Sontag en ciernes de un epílogo postergado sine die. Sin embargo, y tras contemplarse detenidamente durante unos breves momentos ante el espejo, acercando y distanciando su rostro con un balanceo pausado y simétrico, exhibir diferentes muecas semejante a una mimo, Aurora decidió tornar sus pasos y mostrar un gesto de desdén sacando entre dientes la lengua antes de abandonar su piso cruzando la puerta y avanzar, escaleras abajo, hacia la calle. Con afán de encontrarse lo antes posible dentro de su viejo Fiat Cinquecento, y los brazos cruzados sobre su pecho, apremió su caminar, percibiendo el eco de sus pasos firmes ante una ciudad naufragada en un silencio hueco, tapizado por una oscuridad solamente repelida por las farolas capaces de dibujar los contornos de un paisaje urbano en horas bajas. Recorrió varios metros hasta llegar a la puerta de su coche rojo como levemente descascarillado, evidencia inefable de su condición de sobreviviente y alma gemela de su dueña. Arrancó y se escurrió entre los dos coches aparcados en fila india para tomar rumbo, entre calles desiertas y semáforos anestesiados, hacia el lugar acordado. El reflejo de color ámbar de las farolas se deslizaba rítmicamente sobre el parabrisas y el rostro serio de Aurora mientras el vehículo proseguía su carrera a través de calles y avenidas buscando la periferia de la ciudad, allá donde la contaminación lumínica sería incapaz de entorpecer a la viscosidad oscura y propia de la noche. Condujo aproximadamente veinte minutos hasta que sus luces de freno se inflaron de rojo y comenzó a parpadear un intermitente trasero en señal de querer girar a la izquierda y abandonar la carretera. Sintió que rodaba sobre una superficie irregular, dando leves brincos y ralentizó la marcha hasta detenerse finalmente casi a la mitad del descampado. Advirtió entonces un oscuro Ford Focus que se hallaba aparcado a unos cien metros de distancia. Parpadeó con las luces delanteras tres veces y observó que el coche avistado contestó de igual manera. Seguidamente el vehículo se puso en marcha, deteniéndose a escasos metros frente al de Aurora. Los faros encendidos de ambos vehículos conformaron una arena luminosa, inmersa en la densa oscuridad. Una sombra se apeó del coche y se colocó frente a las luces de su coche. Sin titubear, Aurora extrajo su pistola y se puso el bolso sobre el hombro para simular los movimientos de la sombra hasta situarse frente al capó de su fiel Fiat Cinquecento. Mantuvo una pose desafiante, con una pierna sosteniendo el peso de su cuerpo y la otra levemente adelantada. La pistola empuñada colgaba del brazo izquierdo de Aurora. Sacó del bolso un bulto envuelto en una bolsa de plástico del Corte Inglés y lo lanzó en medio de ambos. 

—Creo que tenemos un problema, señor Avía. 

    El hombre, paralizado como una víctima del escudo de Perseo, se mantuvo en silencio durante un momento. 

—No entiendo. —logró decir. 

—El señor Rafa Demirar me ha ofrecido una contraoferta muy suculenta. Y me ha dicho: «Quiero la cabeza del doctor Avía».

    Anselmo Avía notó entonces cómo le comenzaba a crecer un hueco en el estómago y a flaquearle las piernas cuando de pronto vio cómo Aurora levantó su brazo izquierdo y lo apuntaba con la pistola. 

—¡Espera, esp…espera! —advirtió con los brazos y manos extendidas, suplicando que se detuviera —. Yo puedo darte más. ¿Cuánto quieres? ¿90.000? ¿100.000?

Aurora negó con la cabeza:

—Demirar triplicó la cuantía, señor Avía.

    Comenzó a notar que le costaba respirar, el cuerpo temblaba sin resistencia alguna y, con una tibia neblina de mareo, perdió el equilibrio, cayendo de rodillas sobre el pedregoso terreno. Buscaba aliento como un atleta en ciernes de jubilarse e intentó de levantarse, al menos recomponerse de la caída. Entonces no pudo contenerse y su rostro se deshizo. 

—No…No… —llegó a decir, emitiendo un hilo de voz agudo y ahogado en una asfixia salival.

    Aurora contempló al hombre descomponiéndose durante un largo rato. Y antes de que la cosa fuera a mayores, bajó el arma. 

—Podemos hacer un trato —dijo Aurora. 

    Anselmo Avía elevó su cabeza sin cesar en sorberse la mucosidad derramada, secándose las lágrimas con el dorso y la palma de las manos indistintamente. Respiraba con dificultad, pero intentó calmarse al oír a Aurora. 

—En esa bolsa tiene sus 30.000 —le indicó Aurora con la pistola —. Quiero que se largue muy, pero que muy lejos —prosiguió mientras avanzaba hacia Avía y se acuclilló frente a él, todavía derrumbado en el suelo. Posó sus antebrazos sobre sus muslos y miró al doctor Avía con la cabeza ladeada, cayéndole la oscura melena que tapaba parte de su desafiante mirada—. Y quiero además, que nunca jamás se acerque a Rafael Demirar o a mí. Ni intente hacer lo que ha hecho —dijo Aurora, clavándole la punta de la pistola en la parte inferior del mentón —Porque si no volveré a por usted. Y entonces no habrá trato, ni tregua, ni mañana. ¿Me ha entendido? 

    Anselmo Avía asentía con sus últimos sorbos nasales, a la vez que Aurora comenzaba a despegar la pistola de su sudorosa pero discreta papada y a levantarse con elegancia. Le advirtió, mientras volvía a su coche, que tampoco lo denunciaría ante la policía donde conservaba buenas amistades. Arrancó el motor y abandonó el lugar dejando al doctor Avía hecho un bulto opaco, hundido y a contraluz bajo los faros de su propio vehículo, único baluarte en torno a la oscuridad todavía presente. 

    Con las manos firmes sobre el volante, Aurora suspiró aliviada, aunque también satisfecha. Sabía que sus avezadas fórmulas, métodos y estrategias, adquiridas y mejoradas durante décadas, carecían de todo proselitismo y seguridad. Miró de reojo a su reproductor de CD y le dio al play. Al percibir el beat nítido adherido al bajo, así como a la sacudida seca de la batería, Aurora empezó a moverse rítmicamente, asintiendo con la cabeza. Bajó levemente la ventanilla y se encendió un cigarrillo: 

«I couldn't believe it but I didn't say nothing
I walked the floor then I looked away
Got to face the fact that I didn't say nothing
How long how long will we make do»

    Mientras sonaba aquella canción de Patti Smith y no cesaba en canturrear entre dientes, dando leves palmadas sobre el volante, Aurora observó que comenzaba a clarear. Aunque todavía la intemperie reflejaba un azul oscuro que parecía transpirar los primeros tonos morados propios del amanecer, era evidente los cada vez más frecuentes cruces con otros coches o camiones. Sobre el horizonte se avistaban retahílas de destellos bajo la prominente silueta gris de los tres antiguos conos volcánicos de La Isleta. De pronto abandonó el seguimiento rítmico contagiado por la música y pensó en aquella ciudad en la cual se adentraba paulatinamente. Recordó la putrefacción del periodismo local, la corrupción milenaria y la perpetuación del pulso oligárquico tejiendo telarañas sobre un punto concreto del sistema de coordenadas cartesianas; en los rostros descompuestos de maniquíes perfumados rodeando el Teatro Pérez Galdós y aquellos abatidos, envueltos en un tufo ácido con tez de color hepático, ocultándose de las farolas, retirándose en callejones con una sonrisa socarrona y quebrada en algún barrio cualquiera bordeando la frontera. Pensó en la indiferencia institucionalizada, los sobornos rifados entre sonrisas, el fundamentalismo egocéntrico, las bandas de mafiosos encorbatados y sus víctimas. ¿Por qué no huir, abandonarlo todo? ¿Recoger sus ahorros y buscarse un recóndito rincón donde refugiarse del delirium tremens, del desajuste del mundo? Pero entonces se acordó de su historial vitalicio; y de personas como Rafa, Basile, Fran, el Güije, Sofía y demás personas que quería y apreciaba o que se habían cruzado con ella por el camino y han vuelto, quizá, a su feliz condición anónima. Aurora se puso las gafas de sol y exhaló una bocanada de humo. Patti Smith seguía cantando mientras su coche se adentraba y se perdía en las entrañas de aquel ovillo, devorador de criaturas. Y se encogió de hombros y lo pensó en voz alta: «Alguien tiene que encargarse de tanto hijo de puta suelto».

«Out in the desert I saw that old cat skinned
I saw it floating in the river
I saw and no one seemed to mind
They sat there they sat there watching the sun
I saw it float away and I watched the buildings crumble
Like dust in the hand and we watched the sun
Spread its wings and fly away
And in the mountains a cry echoes
Don't say nothing».

Comentarios

nmj.graphiteart ha dicho que…
Maravilloso 🙌 Ahora pensaré que podría tropezar con Aurora x cualquier calle y nunca lo sabría... 🫢 Como una súper heroína 🙃
Diebelz ha dicho que…
Bueno, si tiene un aire a Susan Sontag podrías sospechar que es Aurora. :P Y ya si conduce un Fiat Cinquecento rojo con Patti Smith o PJ Harvey a todo volumen mientras fuma y te sonríe bajo unas gafas de sol, entonces da por hecho que es ella. ^^
nmj.graphiteart ha dicho que…
Jajaja, tengo empezado "Ante el dolor de los demás", creo que es de ella... A ver si lo acabo ☺️
Diebelz ha dicho que…
Me lo leí hace muchíiiisimos años y recuerdo que lo saqué de la biblioteca. Creo que fue lo primero que me leí de Susan Sontag. ;)
nmj.graphiteart ha dicho que…
Ay, qué guay, pues mira ya me animaste a terminarlo 😃

Pendiente del próximo cuento. Me encantan 🙂 gracias!

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