Jingorō Hidari

    La Historia, armada de relojes de arena e hiperestésicas escrituras empolvadas, se muestra en ocasiones estólida. No cree recordar que Jingorō Hidari existiera en alguna época del futuro pasado, pese a que se puedan admirar, todavía a día de hoy, sea en el santuario de Nikkō Tōshō-gū o bien en el de Ueno Tōshō-gū, su gato durmiente como su dragón del Karamon. Tampoco cree albergar la memoria suficiente para admitir que  Jingorō fue uno de los más grandes escultores y artistas, capaz de reavivar el espíritu de una mujer con tal de tallar su escultura y posar un espejo frente a ella. Pero en un mundo tan vil y abyecto, la envidia y los celos recorrían las arterias de las personas compuestas de bilis negra. Los demás escultores, cegados por este mal, le cortaron a  Jingorō el brazo derecho. Sin embargo,  Jingorō era zurdo, tal y como indicaba su apellido Hidari. Repudiado y borrado de la Historia, Jingorō abandonó las grandes ciudades con sus templos para retirarse, con su gato durmiente, en la soledad de los frondosos bosques. Pero no se anegó en la derrota. Continuó luchando con sus demonios internos como externos. Hasta el día de hoy, donde un ser humano lo rememoraba frente a una pantalla. «Lo que cualquiera desearía mirar es, sin duda, su propio mundo», decía en una ocasión Banana Yoshimoto. Y por eso persistimos y luchamos, aunque nos intenten borrar. Como Jingorō Hidari. 

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