Quiero la cabeza del doctor Avía (y V)

    Emitió un silbido de asombro mientras permanecía de cuclillas y absorto, contemplando la contraportada de una funda de vinilo acostada sobre su antebrazo. Elevó y giró la cabeza buscando el rostro de Aurora. 

—¡Del mítico concierto de 1960! Te tuvo que costar una barbaridad encontrarlo. —dijo volviéndose otra vez para inspeccionar su insólito descubrimiento y virar la funda para admirar la portada sobre la cual se apreciaba la silueta blanca de un hombre tocando el saxo de perfil, inmerso en la oscuridad. 

Deslizó el disco entre los demás que conformaban aquel bloque compacto e insólito de vinilos, aunque dejando una parte asomada para localizar mejor la obra de John Coltrane sumergida en un océano de remembranzas y descubrimientos musicales ubicado entre los anaqueles inferiores de las dos estanterías del salón. Ante las miradas de Aurora y Marta, Rafa continuaba dejando serpentear sus dedos entre los discos en calidad de rastreador sentimental, musicólogo o profesor en el conservatorio, acuñando una escena conmovedora que se vio interrumpida ante la inesperada aparición de Basile bajo el marco de la puerta que daba al largo pasillo de la vivienda. Frotándose las manos con un paño de cocina, Basile, exhibiendo un bronceado sermonario tras su regreso de Mesina, se incorporó como testigo fortuito ante el acto exploratorio de Rafa. Con un resuelto movimiento de muñeca, Basile dispuso el paño de cocina sobre un hombro mientras se tocaba el puente de su gafa deslizada con el dedo índice para redescubrir la nitidez perdida.

—¿Pero qué haces, Rafa? —le preguntó con su distinguido acento italiano. 

 Rafa, asomándose desde su postura anfibia, le contestó que solamente hurgaba por curiosidad. 

—¡Santa Madonna! —exclamó juntando las palmas de las manos, agitándolas como simulando clemencia —Así puedes estar hasta el día del juicio final. Aurora, vieni qua —dijo girándose hacia su compañera de trabajo que permanecía sentada sobre el sofá con una copa de vino entre las manos —. Necesito tu ayuda. 

    Tras asentir y levantarse del sofá, Aurora siguió a Basile hasta la cocina. Allí comprobó que el afamado gourmet y diletante chef dentro de su círculo más íntimo, había avanzado con presteza con los preparativos para la cena. Sobre la mesa se hallaba un cuenco con oscuras aceitunas de Kalamata, previamente conservadas en una salmuera que preparaba el propio Basile. Además, había una tabla de madera sobre la cual había depositado un surtido de productos traídos de su oriunda Sicilia, no sin sentir una cierta nostalgia heroica de otros tiempos donde era un célebre estraperlista facultado para colar alimentos con dotes propios de un personaje extraído de un film de Roberto Rosselini. Había láminas triangulares de ragusano affumicato, rodajas de salame di suino nero, exquisito e intenso en sabor y que solamente se podía adquirir en las montañas del Nebroni, insertas en la provincia de Mesina; trozos desmenuzados de tuma persa y canestrato, aromático y de color amarillo pajizo. Junto a la tabla de surtidos había una gran ensaladera. Basile le indicó a Aurora que faltaría por añadir una vinagreta y unos rábanos para completar la ensalada de canónigos. Se asomó por encima del hombro de Basile y comprobó que se predisponía a preparar la costra cuya consistencia cubrirían los suntuosos y nada desconsiderados lomos de salmón que ya brillaban pulcros y acostados en una bandeja de cerámica blanca sobre los fogones apagados. Para ello comenzó a desmigar unas rebanadas de hogaza de pan del día anterior que iba dejando caer al fondo del vaso de la batidora manual. 

—¡Dai, Aurora! No tenemos tutta la sera. —advirtió Basile balanceando la cabeza de un lado al otro sonriente. 

    Aurora hizo ademán de poner los ojos en blanco y, con soporíferos movimientos, abandonó su puesto de vigilancia para predisponerse a preparar la vinagreta. 

—Sinceramente, tienes una colección de tomo y lomo —sentenció Rafa que se presentó en la cocina, seguido por Marta —. Desde Bach y Jordi Savall, pasando por el jazz de Coltrane y Art Blakey saltando a Marvin Gaye, Cecilia, Muddy Waters hasta lo último de Michael Kiwanuka. ¡Lo tienes todo! Ni la Nueva Trova Cubana o el Raï te faltan.

Certo. Y todavía tiene cajas y más cajas en la otra habitación —comentó Basile mientras ya añadía el perejil picado en el vaso de la batidora —. Sin embargo su gran debilidad es el punk y todo lo que fue el Underground, ¿verdad, Aurora? 

—Y eso a mis años —señaló Aurora con la cabeza levemente ladeada mientras batía hasta llegar a emulsionar la vinagreta. 

—Es una melómana sin remedio. Bueno, melómana, cinéfila, letraherida… —dijo girándose sonriente Basile. 

—Oigan, ¿podemos ayudarles en algo? —preguntó Marta dándole un leve empujón a Rafa que miraba aturdido.

—Sí…ehm, eso. ¿Qué podemos hacer? —carraspeó Rafa. 

    Basile, que se predisponía a agitar, batidora de por medio, una argamasa constituida por perejil picado, rebanadas de pan, aceite de oliva, ramitas de tomillo, eneldo y romero, sal, granos de pimienta de cinco bayas, cáscara y zumo de limón, les encomendó a llevar la tabla de quesos y embutidos, así como el cuenco de aceitunas al salón. Aurora agarró la ensaladera y les siguió para colocarla sobre la mesa ya mantelada y servida con varios platos y cubiertos. 

—Oye, Aurora, cuéntanos otra vez la historia del doctor Avía —le pidió Rafa mientras se introducía una aceituna en la boca —.Creo que Marta no la conoce. Lo vas a flipar. 

    Con cierto aire de desdén, Aurora se desinfló sobre el sofá y cogió una lámina de queso de la tabla de surtidos colocada sobre la mesita central del salón. Basile, retornando de la cocina, cogió sitio sobre el brazo del sillón mientras Marta y Rafa se sentaron también formando un círculo de inquietos oyentes ante el relato que se predisponía a contar Aurora.

—Bueno, creo que te toca a ti explicar un poco quién es el doctor Avía, Rafa —sugirió Aurora. 

—Cierto. El caso es que Anselmo Avía era mi médico y amigo —comenzó Rafa, buscando la mirada de Marta —. Lo conocí cuando cursaba el COU e hicimos buenas migas. Unos años atrás, Aurora abandonó el instituto donde estudiábamos, dando tumbos aquí y allá, pero eso es otra historia. Lo cierto es que Anselmo, después de la Selectividad, se fue a estudiar a la península y, tras largos años sin saber nada de él, me lo encontré por pura casualidad en la calle. Quedamos, tomamos algo y me sugirió que fuera su paciente, dado que recién había abierto su consulta. Como médico de medicina general la verdad que era intachable y tuvo buena acogida en la ciudad. Con los años surgieron gripes, alguna lesión sin importancia o problemas digestivos pero para todo hallaba remedio. Además, de vez en cuando quedábamos y tomábamos algo. Estaba radiante porque todos sus diagnósticos, pero todos, eran acertados. Obtuvo llamadas y  cartas de otros médicos de renombre e instituciones que le pedían consejos y peticiones. Participó en varios coloquios y charlas, viajando por toda la península, sí, hasta llegó a irse a Inglaterra y Francia. Era, sin más, un fuera de serie. 

»Sin embargo, al cabo de unos años, comencé a notarlo algo extraño. Hasta físicamente. Lo notaba en ocasiones como abstraído, nervioso, con gestos que comenzaba a percibir como tics. Lo veía más delgado y pálido, con ojeras constantemente. Una vez, lo recuerdo, se había pasado con las copas y me soltó algo que no entendí: «Solo tengo eso. Solo tengo eso. Nada más». Lo metí en el taxi y me fui algo confuso a casa. Pasó quizás…no sé, dos o tres años hasta que, en una revisión anual, lo visité con una analítica en mano que me había solicitado y realicé en un laboratorio de análisis clínicos. Seguía igual de cambiado pero tras escrutar el informe me señaló que padecía de un cáncer incurable. Me quedé atónito. ¡Imagínate! Le dije, «Anselmo, ¿estás seguro? ¿No será un error?». Estuvimos así un largo rato. Yo le insistía que no podía ser, que me encontraba muy bien y no apreciaba síntomas alguno y entonces pasó lo que nunca pensé que llegaría a ver. Se puso como una fiera y me gritó: «¡Yo nunca me equivoco! ¡Soy Anselmo Avía! ¡El único! ¡Jamás!». Me quedé a cuadros, como entenderás. Nada, se fue calmando mientras me rellenaba informes y me derivó al Hospital Insular. 

»Claro. Yo pasé las de Caín. Y si no que te lo cuente Aurora. ¡Uff! Insomnios, nervios, lloros, lamentos…Estaba fatal. Pero cuando llegué a la consulta del Hospital Insular, el médico que me atendió se quedó asombrado y me dijo que no tenía nada, que estaba en perfecto estado. Algo confuso me dijo que estuviera tranquilo y que olvidara el asunto. ¿Que lo olvidara? ¡Estaba fuera de mí! Insistí e insistí y tras asegurarme que estaba como un atleta capaz de presentarse a las Olimpiadas de Barcelona ’92, me fui a celebrarlo por todo lo alto. Pasada aquella noche que nunca olvidaré en el Malatesta…Uff, ¿te acuerdas Aurora? Bueno, no pensé decirle nada a Anselmo y me fui distanciando de él. 

»Pero como son las cosas, me lo volví a encontrar de casualidad. Estaba hecho unos trapos, cabizbajo, contándome que quizá tendría que cerrar la consulta. Pero ya ni se acordaba de su diagnóstico errado y tuve que ser yo quien se lo recordara, sonriente, que estaba en perfecto estado. Recuerdo que me lanzó una mirada cruzada, un rostro que te juro que me asusté. Nos despedimos. Pero después es que me lo encontraba siempre. Al principio nos saludábamos y tal. Pero después me lo encontraba en el parque, en el supermercado, en una tienda, en mi barrio. Te digo que eso no me gustó nada. Ya ni nos mirábamos y yo echaba a correr. Y después volvió a desaparecer, hasta el día en que me lo crucé otra vez cuando estábamos tomándonos algo, Marta. 

—Así es —sentenció Aurora con los párpados hundidos, echando una bocanada tras apagar el mechero —. Y entonces volvió a aparecer. Lo extraño del caso es que apareció en mi despacho horas después de que Rafa me viniera a saludar. Lo notaba como lo había descrito Rafa, hecho una madeja de nervios hasta que se fue calmando. Me entregó una carpeta con información sobre Rafa y quería —dijo tomando una pausa, mirando a todos los presentes—que lo aniquilara. 

    Marta, que era la única que todavía no conocía el caso del doctor Avía, mostró una cara de asombro, susurrando un «qué me dices» propio de las ancianas reunidas en una peluquería cualquiera. 

—Ya te puedes imaginar la situación. Según él, venía por recomendación de un amigo mío. Aun así, conocía un poco el historial del doctor Avía. Ya Rafa me había comentado que Avía le seguía a todas partes y me puse a investigar. Según supe tuvo que cerrar su consulta e incluso llegó a agredir a un paciente. Esto último lo supe por el periódico y fue poco antes de que Rafa lo avistara por última vez antes de volver a desaparecer. Claro, con este panorama y sabiendo que si el asunto lo trasladaba a la policía se quedaría en nada, y probablemente volvería a sus andadas, me propuse darle un susto. ¿Arriesgado? Supongo. Así que acepté su petición sin que Rafa lo supiera. Avisarlo era igualmente peligroso. Como en la vida no existen hechos sino interpretaciones, me cercioré de lo que intuía: de que el único amigo que se podría ir de la lengua  no tenía nada que ver con el asunto. 

—Pero espera, ¿por qué comprobarlo si sabes que tú no…? —preguntó Marta, desinflándose. 

—… —Aurora enmudeció y buscaba las palabras adecuadas mientras ladeaba la cabeza de un lado a otro.

—¡El Güije es un personaje de aúpa! Cuando se pasa de tragos te cuenta unas historietas que no veas, ¿verdad, Basile? —dijo Rafa buscando la mirada cómplice del italiano —. Recuerdo que una vez nos contó que había conocido personalmente a Fidel Castro en una fiesta y cosas por el estilo. Supongo que Aurora quería verificar, porque la probabilidad, por muy ínfima que sea, era posible, de que el Güije no se había encontrado con Anselmo en una noche de farra y le hubiera contado una milonga. ¿Verdad? 

    Aurora asintió y aplastó la colilla en el cenicero. 

—Cierto. Como era de esperar se constató que Avía siguió a Rafa y, siendo un pardillo en el mundo del hampa, sin conocer mi amistad con tu novio y algo ya desesperado o vete a saber, acudió con ese pretexto. 

    Marta afirmaba algo dudosa frente a las palabras de Aurora y continuó atendiendo al relato. Sin embargo, cada cierto tiempo Rafa interrumpía mediante carcajadas y risas socarronas cuando Aurora explicaba las mentirijillas que le soltó al doctor Avía, como que Rafa le ofreció una contraoferta o que tenía amigos en la comisaría. Al cabo de un rato, Basile retornaba triunfante de la cocina portando su bandeja de Salmone croccante y todos se apuraron en coger sitio en la mesa del comedor. La cena discurrió de manera distendida y agradable, charlando sobre asuntos banales y otros pormenores propios como garantizados en tales actos sociales. Tras el café y alguna copa de más, Rafa y Marta abandonaron el apartamento con efusivas muestras de cariño y agradecimiento. Y tras ayudar a Aurora visiblemente cansada a recoger y fregar los platos, Basile hizo lo propio. Le dio un beso sobre la frente. «Ciao, mi Susan Sontag», dijo antes de cerrar la puerta tras de sí. Aurora se dejó caer sobre el sofá y se encendió un último cigarrillo frente a su copa de vino. Cruzó las piernas y detuvo su mirada sobre un punto inexistente de la estancia. Pensó en cómo todo el mundo se tomó el asunto del doctor Avía, con un tono de sorna, como una mala inocentada o un suceso gracioso facultado para ser extraído y enunciado de un inflado como creciente anecdotario. Y eso justamente incomodaba a Aurora. Porque sabía que si el doctor Avía no se hubiera presentado aquel día en su oficina, si hubiera dado con cualquier otro, quizá Rafa y Marta no hubieran estado aquella noche en su casa. Casualidades austerianas o no, la vida escondía peligros remanentes, camuflados incluso bajo una broma de mal gusto. 

-Fin-

By W. 

Comentarios

nmj.graphiteart ha dicho que…
Da penilla leer el "fin".
Me ha gustado muchísimo 😊
Diebelz ha dicho que…
Ya habrá otros relatos que se me ocurran. Y me alegro que te haya gustado. ;)

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