Kesennuma

 

        Era un retorno tan incierto y titubeante como la petición que había encomendado a aquella mirada entornada y enclenque, dibujada en el retrovisor. La intermitencia perenne de los semáforos y rótulos, los faros de trasnochados vehículos y agónicos, endebles escaparates se reflectaban sobre su cabeza ladeada que tocaba el frío cristal. Desfilaban sobre su rostro, intercalándose con bloques de azuladas sombras como marchitadas ilusiones que buscaba con sus manos, tibias, sin pulso, condenadas a un armisticio de caricias, ocultas en los bolsillos de sus pantalones. Semejante a una cámara carente de película, sus ojos operaban como una pantalla sobre la cual se deslizaba el paisaje angosto y barrido por un insomnio lacerante, plomoso que abrasaba también unos párpados cuya capacidad de resistencia comenzaba a resquebrajarse. 

        A intervalos cada vez más débiles se hundían sin esperanza bajo la enigmática y suave cadencia de un ronroneo motorizado. «Rosebud», proclamaba un susurro. «Rosebud». Se levanta una campana metálica y advierte una rata muerta sobre la bandeja. El terror en los ojos de James Stewart mientras alguien emite una carcajada maléfica escaleras abajo. Hay un grito apagado, mimético. La asfixia de hormigas que se apelotonan tras el zumbido vaporoso y tras él un crepitar lejano. Estalla la entrada de un tren con su furiosa partitura compuesta por un imperioso traqueteo sobre raíles facultada para serenar el pulso acelerado. Se vira. Suena un piano y observa una bandada de palomas danzando en un destello de aleteos,  a cámara lenta, sobre pasajeros cuyas caras oscuras, de crayón, aparecen desdibujadas. Pero entre el gentío distingue entonces el rostro de Celia Johnson que le sonríe a alguien fuera de campo. Quiere dirigirse hacia ella. Sin embargo, recibe un primer empujón de Oliver Hardy, después otro de Anthony Quinn. Alguien le agarra del hombro. Marcello Mastroianni aparece a su lado y le hace una reverencia. Insiste en avanzar y el rostro de Celia comienza a hundirse entre los maniquíes. Un apagón. Oscuridad. Brota un foco de luz cuya lechosa esfera cae verticalmente sobre una figura y tras ella se enciende un carrusel que despide un centelleo cegador. Suena una pieza de twist y Vittorio Gassman junto a Setsuko Hara hacen la presentación propia de los feriantes. Y presto a decir algo, nota algo extraño en su boca. Escupe uno, después dos, cuatro dientes sobre la palma de su mano. Hunde su mentón y los examina, meciendo con cuidado su mano. «Kensennuma queda lejos, hijo», dice una voz ajada mientras suena una pieza de Ravi Shankar, sentado y tocando su sitar, advirtiendo en su rostro una complaciente sonrisa. El soñador reconoce ahora estar pisando la arena de una playa azul. Nota que sus conductos lacrimales se desfondan. Frente a él, una mujer de espaldas se adentra en el mar hasta desaparecer definitivamente en la oscuridad. 

    Una sacudida violenta lo desvela, dilatando sus ojos y tomando una bocanada urgente como inexplicable. Enderezándose con cortos resoplidos, percibe una leve risa proveniente tras el respaldo del conductor. «Bueno, ¿sabe ya a dónde vamos? Porque mientras usted duerme, el taxímetro sigue despierto». Dibuja entonces una sonrisa cómplice en su rostro y asiente ante el torpe chiste que empaca una cierta urgencia. Y meditándolo un instante, contemplando por la ventanilla del coche las huérfanas calles, el rabioso fulgor de una paleta de colores pugnando contra una oscuridad casi corpórea, sentado sobre el dulce ronroneo bajo su asiento, le señala al conductor el lugar. No hubo ademanes, siquiera recelos por ambas partes. Pero como en los sueños, no llevaba equipaje.  


By W.

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