Tres cuartos de cuartilla para Manolo: Festina lente

   
     A diferencia de Edmundo González, opositor venezolano que tomó un vuelo exclusivo sin renunciar a su petit-déjeuner antes de aterrizar en la base aérea de Torrejón de Ardoz e inmediatamente desplazarse a un amplio piso del barrio de Salamanca, dieciséis náufragos fueron separados de sus mujeres, hijos o amigos y encarcelados. Hallados a la deriva, convalecientes, habían emprendido una larga odisea desde lugares tan remotos como Bangladesh, no sin padecer torturas, amenazas de muerte o robos. Este examen, capacitado para tentar al último de la fila en emborronar la claridad de los hechos con crispados pormenores y matices, acaso mentiras, deja patente algo que sabíamos desde mucho antes de El viaje de los malditos: que existen emigrantes y exiliados de primera, segunda y tercera clase. Nada nuevo bajo el cara al sol que cada vez tararean más individuos en esta apartada orilla de una Europa enrocada y paranoica; siquiera han esperado al Black Friday para comprarle a la extrema derecha el relato con su prefacio, epílogo y set. Ni a Halloween, para no solamente oír la propuesta de retirar los cascos azules del Líbano, sino para admirar la creación de «campos de concentración» al otro lado del jardín europeo borrelliano y que, con el augusto auxilio del cuarto poder, se empeñan por definir como «centros migratorios» o «centros de internamiento». Toda una cohorte de periodistas y políticos contemplaron con deleite el desfile de los dieciséis náufragos en Shengjin como si estuvieran desfilando ante un photocall, cual participantes de Gran Hermano o Supervivientes, antes de desaparecer tras los muros de algo que dista mucho de ser el reality show rutinario. Pero lo verdaderamente esperpéntico no son los aplausos de Ursula von der Leyen o las sugerencias de Donald Tusk de establecer el estado de excepción para así eludir tediosos problemas jurídicos que acarrea el delirante «Modello Albanese» de deportación, económica como logísticamente inviable, por cierto. Lo verdaderamente grotesco es que ya ni se disimula, siquiera hay algo parecido a una omertà. O peor: nadie se indigna. Es un secreto a voces que el gobierno ultraderechista de Meloni practica, deliberadamente, la política del chantaje y el soborno con terceros países, tales como Albania o Túnez. Pero también pisotea derechos humanos fundamentales mediante la segregación racial o la criminalización empleada en su política migratoria. Y todo ello para así cumplir con el mandato libidinoso del neofascismo: tener a su disposición una mano de obra desclasada, servicial y sumisa. Esclava. El diluvio fascista de nuestros días no acontece por espontaneidad. En los institutos se les suele recordar a los estudiantes, con prisas y a la ligera, que Hitler accedió al poder legalmente. Pero no se les advierte que el auge del nazismo y el fascismo tiene mar de fondo y que fue posible, entre otras, gracias al apoyo de un conservadurismo tibio, la desidia y una judicatura que, pese a individuos como Hans Litten, se fue desmoronando, víctima de la carcoma nazi. De momento, un Tribunal en Roma ha parado las deportaciones a Albania. Pero la ultraderecha, que viene creciendo durante las últimas dos décadas sin haber oposición alguna, sonríe, convencida de su máxima: festina lente.

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