Ryo Fukui

    I. 

    Todavía se percibe la primera melodía, el rielar de sus cristalinas notas que emergen en espirales ocupando la estancia. Y solo recuerdo que me detuve, que dejé lo que estuviera haciendo frente a un ordenador cercado por apiladas columnas de exámenes, informes y agendas convalecientes. Agucé el oído. Mis pupilas se clavaron en un punto indeterminado de la estancia. Y contuve la respiración. Porque esto que sonaba bajo mis cascos cosmonáuticos orbitaba en la constelación del afecto, la emoción exiliada de los dominantes marcos culturales del presente. Percibí la explosión de una pulsación bruñida, una  vibración capacitada para deslizarse y contraerse dejando tras de sí una glaseada superficie de serena conmoción, solamente acompañada por un contrabajo y el susurro, como la mesurada sacudida, de unos platillos. Líneas melódicas e improvisaciones cuyas descargas evocaban a Bill Evans o McCoy Tyner solamente acrecentaban mis dudas. Porque también esas partituras, esas melodías no parecían circunscribirse a ningún registro catado con anterioridad. ¿Quién era? Y tras posar mi mirada en la pantalla y traducir un indeleble nombre escrito en kanji, la revelación: Ryo Fukui

    II. 

       Con algo de dificultad intento elevar mi rostro oculto bajo la capucha. La lluvia, aunque ahora débil, persiste y se percibe bajo la prenda con un tintineo facultado para hacer vibrar al oído, reconocer con mayor énfasis el frío. Ráfagas de viento azotan al llegar a una esquina junto a un semáforo cuyas luces colorean los charcos, el asfalto glaseado. Con temor a resbalarme avanzo con dificultad, casi deslizándome al cruzar la calle. A distanciados intervalos el restallido de un bastón contra suelo. El suave crepitar. Gotas que se cuelgan y, sin auxilio alguno, se ven abocadas a un desenlace fatal, al crimen gravitacional. Huérfanos parques infantiles, terrazas vacías. Alguien cruza precipitadamente en diagonal la calle mientras se sostiene con una mano la capucha. Una pieza de Stan Getz y Bob Brookmeyer -Who could care?- podría titular el mustio paisaje urbano que abandono tras cruzar el umbral del local. Me descubro y deslizo la cremallera hasta la altura del pecho, despido un sedoso suspiro. Es un rincón candoroso, algo oscuro pero cuya tibia iluminación dorada parece ser suficiente como para transmitir una simulada sensación de calidez. Y mientras suena alguna canción apagada, acaso alguna pieza de Al Green o The Meltdown, me concentro en un placer con fecha de caducidad, en el simple deslizar de mis dedos entre discos de vinilos ensamblados en multitud de cajas. Corren sin franqueo, crino notando la resistencia atenta, su rugosidad alegre y manifestada por ensalmo. Y entonces vuelvo otra vez a congelarme, como si una sacudida ventosa y breve golpeara sin premeditación, sediciosa, contra mi cuerpo. Reconozco la carátula. Con delicadeza la atraigo hacia mí. Y me pregunto cómo es posible que un disco de un artista prácticamente desconocido, con una biografía reducida a unos cuantos renglones y una discografía que se puede contar con una sola mano, aparezca en un modesto local de cinco mesas y un sofá de cuero; en una isla perdida en medio de un océano proscrito.  


III. 

        El brazo del tocadiscos levita un instante. Pero pronto desciende, tiernamente. La aguja toma contacto y carraspea. Comienza a correr sobre el acetato y entonces, sorpresivamente, suenan esas ágiles notas de Mellow Dream que caen como una llovizna batida por una brizna incontrolada. Un repiqueteo libre, vertiginoso, semejante a una caída en tirabuzón que pronto se contrae y se equilibra, se sostiene vibrante y crece explosivamente. Es una melodía sólida y a la vez invertebrada, capacitada, como solamente pueden hacer algunas pocas partituras, trasladarte a lugares insospechados. O al menos eso pienso, mientras el gato se arrulla a mi costado y tomo aire cuando la aguja ya se desliza por una pieza estándar como es My Foolish Heart. Enciendo una lámpara cuya angulosa luz recorta los objetos y mi estancia semejante a un cuadro de Edward Hopper. El atardecer ya bate su oscuridad. Mientras, permanezco allí sentado practicando un acto disímil para nuestros tiempos velicopédicos: escuchar. O mejor aún: saborear la música mientras se disuelve la pertenencia a las agujas de un reloj, suplidas por las de un tocadiscos.

Comentarios

Entradas populares