Lettere da Napoli: Il Vesuvio (IV)

       
       Cabizbajos y visiblemente agotados, con las baterías de sus sillas de ruedas marcando niveles naranjas o incluso un punto rojo parpadeante, los intrépidos detectives rodantes cruzan la puerta principal del hotel, en fila india. Rendidos y desarmados ruedan frente al negro mostrador de la recepción, dirigiéndose hacia los ascensores. 
—Signore, signore! —vocifera el recepcionista, abanicando en alto un sobre. —Questo è per Lei. 
    Me acerco y recojo la inesperada misiva. La abro y leo, junto al detective número 3 y Michele, que también se han percatado del aviso : 


Creo que os he perdido. Me adelanto y voy a Pompeya. 

            Atte. Detective Nº2


—Ah. O sea que “cree” que se ha perdido. Muy bien, muy bien... —digo asintiendo, con el mentón arrugado, propio de quien contiene su rabia. 
—No sabía que todavía se usaran telegramas.
—Beh, non è grave. Mi amico Vito tiene un microbús con el que nos podría llevar a Pompeya. 
—Vale —comienzo espirando —. Pues vámonos a la cama y mañana en el desayuno informamos de todo esto al resto del grupo. 

        Bien temprano, los pasillos del hotel, cuyos suelos desprenden un aroma de mezcolanza que vacila entre lavanda y un agresivo olor a cítrico, comienza a acoger los pasos de sus clientes. Dos mujeres de mediana edad, provenientes de Kioto o Nagasaki, dialogan entre ellas en el Hall. Una cohorte de suecos jubilados desfilan imperiosos hacia el ascensor. Un inglés, en pantalones cortos y chanclas, de piel rojiza, se debate entre el volver a bajar o subir a la habitación. Pero en el comedor de la planta baja, reconvertida de la noche a la mañana en espacio apto para el buffet, ya se encuentran los detectives reunidos y despachando su desayuno. Unos, como en mi caso, se contentan con una pieza de fruta y un bol de copos de avena con leche, no sin abandonar la costumbre de acompañarlo con una taza de café negro. Otros aprovechan la ocasión para degustar platos más extravagantes como anómalos en su cotidianidad, tales como huevos revueltos y crujientes lonchas de bacon, sudorosas salchichas, panecillos dorados o rociados con semillas, de migas integrales o blancas, quesos sometidos a diversos grados de maduración o pasteurizados con prácticas místicas hasta terminar por elegir y encomendar a sus paladares los secretos ocultos tras un elenco de embutidos de sospechosa procedencia o a la embocadura de gelatinosas texturas, melosas e infladas de pectina propias de la mermelada. Pero los hay también quienes no pueden resistir ante la tentación de llenar sus blancos y diminutos platos con un surtido de dulces autóctonos, apilando diversos cornetti, rellenos o no de crema de avellanas o chocolate, fiocchi di neve, trozos de pastiera o los institucionalizados sfogliatelli con los cuales casi se atraganta el detective número 7.

—¿Fómo kfé af Fomfeya?
—Dentro de una hora llegará el microbús adaptado de un tal Vito, amigo de Michele. 
—Como pille a ese búho mal disecado, ese ectoplasma sobre ruedas, sapajú de un carnaval de Mussolini… —comienza a maldecir el detective número 7 tras conseguir tragar su sfogliatella, reencarnado en el capitán Haddock. 

Extrañamente puntual, Vito aparca a la hora acordada frente al hotel. Se apea un hombre corpulento, con media melena blanca y bondadoso rostro que no atenúa su fino y cuidado bigote. Presto y resolutivo, Vito abre la puerta trasera y acciona la plataforma elevadora, facilitando así el acceso a los intrépidos detectives rodantes que, una vez instalados y admirando el caótico tráfico desde el vehículo ya en marcha, se debaten entre si aprovechar el trayecto para subir un momento al Vesuvio o dirigirse directamente a Pompeya. La deliberación no alcanza la polémica y casi por unanimidad se decide subir al monte, aunque el detective número 7, con los brazos cruzados sobre el pecho y el ceño fruncido, no cese en un soliloquio de maldecir al desaparecido compañero de armas, mientras contempla el Golfo de Napoli por la ventanilla.

— Error de extracto de pepinillo, piel roja, cabeza de mula, molde para gofres…

El ascenso se acomete como un calco orográfico del monte, sin sacudidas ni abruptos frenazos. El sinuoso recorrido abandona salpicadas fincas y casas sobre el terreno, cruza indolente viñedos y zonas pobladas de arbustos, pinares y, según avanza, comienza a ser cada vez más visible la colada volcánica oculta bajo mantos verdes. Ora aquí, ora allá, emergen misteriosas estatuas que pierden su encanto al comprobarse que pertenecen al mismo motivo por el cual se instalan bares, restaurantes y miradores en el camino hacia el cráter del volcán. Y una vez que se alcanzan los 800 metros de altitud, una explanada acoge a una jauría de turistas sin que lleguen a faltar puestos de souvenirs, un bar-restaurante y una comitiva de autobuses que, semejantes a piezas de Tetris, buscan encajar y desacoplarse continuamente entre ellas. Fuera del microbús, los detectives derrapan y se deslizan con dificultad por un terreno torpe. Avanzan hasta los primeros escalones que anuncian la imposibilidad de ascender al último tramo del volcán. Dejando una polvorienta estela tras de mí, llego el último. 

        — Pues hasta aquí podemos rodar.
— Pero mira qué vistas…

Apreciamos entonces el inmenso Golfo de Napoli con su intenso azul que apenas se distingue del cielo. Sobre las aguas que bañan las orillas de Napoli, extendida al fondo como un manto de aceite dorado y refulgente, parecen flotar, como negras aceitunas, vaporosas, las islas de Capri, Ischia y Procida. Pero bajo nuestros pies y frente a nosotros, en el monte Somma, observamos con mayor nitidez lo que se sospechaba parcialmente durante la subida. 

Foto desde el Vesubio de Txema

—¿Incendios intencionados?

Michele, visiblemente apenado, asiente. Sí, hasta a este rincón del mundo llegan los tentáculos corrosivos de la mafia entendida en términos generales.

—Como en Canarias.
—Como en Galicia.
—Como en Andalucía.
—Como en todo el puto mundo.

Y por primera vez en nuestro viaje, solo silencio. 

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