Lettere da Napoli: Pompeii (V)
Ya que la angustia de cada uno es la nuestra,
revivimos aún la tuya, muchacha descarnada,
que te has aferrado convulsivamente a tu madre,
como si quisieras volver a entrar en ella
cuando el cielo al mediodía se volvió negro.
En vano, porque el aire envenenado
se filtró en tu busca por las ventanas cerradas
de tu casa tranquila de robustas paredes,
contenta ya por tu canto y por tu tímida sonrisa.
Han pasado los siglos, la ceniza se ha petrificado
para aprisionar para siempre esos delicados miembros.
Así permaneces entre nosotros, retorcido molde de yeso,
agonía sin término, terrible testimonio
de lo que les importa a los dioses nuestra estirpe orgullosa.
Pero nada nos queda de tu hermana lejana,
la muchacha de Holanda emparedada entre cuatro paredes
que también escribió su juventud sin mañana.
Su ceniza, muda, se dispersó en el viento,
su breve vida encerrada en un cuaderno arrugado.
Nada queda de la niña de la escuela de Hiroshima,
sombra grabada en el muro por la luz de mil soles,
víctima sacrificada en el altar del miedo.
Poderosos de la tierra dueños de nuevos venenos,
tristes guardianes secretos del trueno definitivo,
nos bastan con mucho las penas que el cielo nos manda.
Antes de que el dedo apriete el botón, deteneos y pensad.
- Primo levi, La bambina di Pompeii, 20 de noviembre de 1978
Atinaba Primo Levi al señalar en su poema La bambina di Pompeii que «la angustia de cada uno es la nuestra». O al menos eso es lo que sienten algunos, pese al feroz desaliento de la maldad y la tragedia transigida por los siglos de los siglos y que todavía pulula entre nuestros días del presente. Vouyerismo, mórbida fascinación por lo macabro y fetiches del turista posmoderno aparte, toda ruina, sea ésta resultado del propio ser humano o de la naturaleza, no debería verse claudicada frente a la indiferencia. Muros desgastados, esqueletos de edificios desnudos, acaso un peine, una hogaza de pan carbonizada o un grafiti sobre la pared son algunos indicios que nos confrontan con la condición humana, el sentido de nuestras vulnerables existencias, sometidas y envueltas por la mortaja del tiempo. Es, a fin de cuentas, la ausencia evocada por todo material que en sus días formaba parte de un individuo o sociedad. Así las cosas, se conforma en su contemplación, acaso en su manipulación, un fino vínculo, un diálogo susurrante entre el testigo presente y el ausente capacitado para dilucidar los entresijos que, desvelados, aparentan estar ocultos.
Pero la antigua Pompeya escapa de toda dimensión convencional, del solapamiento o vertido contemporáneo. Desenterrada de gruesas capas de ceniza y lapilli, al margen de áreas donde el ser humano, en su natural empeño, persiste en su permanencia con reformulaciones inherentes, resplandece una insólita desnudez que perturba y perturbó tanto al joven Mozart, como al primer barón Lytton, Roberto Rosellini o al turista accidental, con folleto y botella de agua en mano. Para adentrarse en «la ciudad de los muertos», los vivos cruzan un umbral cuya carga simbólica subraya la división de dos mundos, sea atravesando un viejo cementerio, o bien traspasando un puente. Los intrépidos detectives rodantes optan por esta última opción, cerca del antiguo anfiteatro, situado en el extremo sureste de la vieja urbe romana.
—Recuerdo haber leído un pasaje donde se describía el hallazgo de una misteriosa mujer con todas sus joyas de gala. Al haberla encontrado en este anfiteatro, suponían que esta mujer aristócrata tenía como amante a un gladiador. —comenta la detective número 6, rodando en mitad de la arena.
—Enternecedor. Aunque también cabe la posibilidad que, inmersa en la huída, buscó refugio aquí. Pero conozco relatos similares: madres abrazando a sus hijos, individuos con un frasco de veneno consumido, otros abrazados a sus joyas y objetos de valor. Llama poderosamente la atención ese último aliento, ese gesto que revela cuáles eran sus verdaderos tesoros. Pero de todos, el que más me conmueve es el del perro abandonado, intentando huir, mordiendo desesperadamente la cadena que le ataba a un final trágico. Seguramente mi psicóloga tendría material suficiente para reprocharme algo.
—Descuida. El PACMA te apoya. Y yo, por supuesto.
—Dai, dai! No podemos perder mucho tiempo. Hay que encontrar al detective número 2 y el parque arqueológico cierra dentro de tres horas. —comenta Michele, agitando una mano para que le sigamos.
Nuestro cantante y provisional guía nos conduce entonces hacia la Casa de Julia Felix, adentrándonos por el jardín. Una larguísima fuente se extiende flanqueada por árboles frutales, rosales, mientras paralelamente discurre una fila de columnas de mármol que da acceso al interior de la Villa. Placas de mármoles, deliciosos frescos que representan escenas de la vida cotidiana o bodegones sobre las paredes dan muestra, junto con un triclinium prácticamente nuevo, de una cauta suntuosidad. La antigua propietaria, Julia Felix, poderosa mujer de negocios, ¿acaso no es una figura antónima en un mundo patriarcal a la que perteneció la Pompeya en épocas del Imperio, infestada de falos por doquier? Porque, como bien recuerda Mary Beard, el falo podría ser un símbolo mágico, pero no deja de ser un símbolo sexual, un marcaje de territorio que abunda en las calles que comenzamos a transitar tras abandonar el edificio de nuestra ya admirada Julia Felix. Sin abandonar el sendero de la Vía d’lla Abbondanza, una de las principales calles y cuyo nombre se inscribe con la presunción de inocencia de sus edificios colindantes, avanzamos en dirección hacia el Foro, epicentro de la urbe. En fila india, los intrépidos detectives ruedan por la empedrada acera dando leves saltos de sí. Las oscuras nubes, antes lejanas sobre el filamento propio del horizonte, aparecen sobre nuestras cabezas. Obesas gotas comienzan a caer del cielo y pronto una cortina de lluvia envuelve la ciudad de los muertos, oscurece y glasea sus contornos.
—Toma, me sobra una gorra de ducha desechable que cogí en el Hotel.
—Tranquilo, siempre llevo conmigo mi bolsa de Carrefour para cubrir el joystick de la silla en momentos así.
Nos resguardamos en otra Villa tras dejar atrás tabernas, tiendas, fuentes públicas, y balnearios que parecen no tener fin. Un remanente de aislados turistas saltan, cual gacelas, de un lugar a otro, corriendo en direcciones opuestas, buscando un rincón seco, o bien brincando sobre los llamativos pasaderos que permiten cruzar de una acera hacia la otra sin necesidad de bajarse a la hundida calle donde también se hallan algunos excursionistas desorientados. Pese a la advertencia «Cave Canem» (Cuidado, perro), nos sumergimos en la penumbra, percibiendo el aplastamiento incesante de las gotas de lluvia, un susurro tembloroso, licuable. La atmósfera lúgubre se ve enfatizada al contemplar las paredes descascarilladas con fragmentos de frescos aquí y allá descoloridos. Avanzamos y llegamos a un amplio atrio cuya abertura permite advertir el leve debilitamiento de la lluvia. Los detectives se dispersan y se pierden entre sus pasillos y habitaciones. Alguien admira, sobre un rojo pálido, escenas de deidades, reconoce a Venus, patrona de las lavanderas y protectora de la ciudad de Pompeya. Escenas en el mercado, pasajes homéricos, expresiones hundidas en en su propio asombro. Pero en su recorrido tropieza con una puerta y en su interior, sumergida en la oscuridad, una figura humana envuelta en una toga que lo mira fijamente con dolor.
—¡Eh! Ten cuidado que no somos coches de choque.
—P…Pe..Perdona. Es que ahí den… —señala el detective número 1.
—Ni que hubieras visto un fantasma. ¡Jaja!
Todavía con el brazo en alto, el detective número 1 señala un rincón de la pequeña estancia, ahora sin figura alguna en su interior. Boquiabierto, vuelve paulatinamente a recomponerse.
—Dai, dai! Ha dejado de llover. Vamos hacia el Foro. —comenta Michele, intentando reunir a todo el equipo mientras el detective número 1 es el primero en abandonar el edificio a velocidad Mach 3.
El sol reconquista la intemperie celeste y sus rayos parecen destrizar las nubes, condenadas ahora a extinguirse. Los muros, la hierba, hasta los visitantes que gradualmente salen de casas y tabernas deshabitadas, recobran su color. Ya presentes en el Foro de la ciudad, los detectives rodantes contemplan una escenificación de la vida pública de antaño interpretada caóticamente por centenares de turistas provenientes de todos los rincones del mundo. Entre las columnas de los templos no hay sacerdotisas ni devotos, reemplazados ahora por una familia de Bombay que posa frente al tío Kunal, cámara en mano. En el mercado suplen a los vendedores, repartidores, amas de casa y fortuitos consumidores, grupos de alumnos de algún instituto de Lyon, o bien la joven pareja de Illinois que graba con su móvil los moldes humanos expuestos bajo una cristalera. Aquí y allá jóvenes wassapeando, haciéndose selfies y una guía de Beijing con el paraguas en alto buscando al señor y la señora Zhuo. ¿Sería este bullicio parecido hace dos mil años atrás, bajo la atenta y amenazante mirada del Vesubio?
—Pues no lo sé. Pero sus pasiones, preocupaciones, creencias, vicios y virtudes no distan mucho de las nuestras.
—Yo diría que eran iguales —comenta la ronca voz del detective número 2 que aparca a nuestro costado. Echa una calada de su cigarrillo que sostiene en lo alto, mientras su codo posa sobre el reposabrazos —. Pero aquí la tenéis: la fugacidad de la vida.
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