Lettere da Napoli: Napule è (y VIII)
I.
Pese a la probabilidad de quedar cegado por el amor, Walter Benjamin no se vio turbado al pasear junto a Asja Lacis por las calles de Nápoles. Apreció una ciudad porosa, de afilados contrastes, más oscura y más distante ante las odas de Shelley, el éxtasis de Stendhal o los briosos como resplandecientes renglones de Keats, Wagner o Goethe. Había ciertamente una tensión entre los románticos de aquel Grand Tour y el siempre inquieto berlinés. Así las cosas, Walter manifestó una máxima hoy exiliada: para conocer un lugar hay que experimentar todas sus dimensiones. Sin ella, nada sirve verbalizar el dicho «Vedi Napoli e poi muori».
Justamente un siglo después, otro Walter rueda por las angostas calles partenopeas. Al igual que a su tocayo, la ciudad se le presenta tenebrosa, de fuertes contrastes donde pugnan tonos dorados, ocres, hasta rojizos con las sombras. Como si se hallara dentro de un cuadro de Caravaggio, el foráneo detective se pierde entre rugidos de cilindradas, el rumor sedoso de los viandantes y el oportuno clamor de las voceadoras anidadas en los balcones. Junto con otros tres intrépidos detectives rodantes, Walter se sumerge en los rincones ajenos en toda guía turística, de todo reel de influencers residentes en Instagram. Por enésima vez ve constatada aquella apreciación rescatada por Roberto Saviano y declarada por Curzio Malaparte:
«Napoli […] è la più misteriosa città d’Europa, è la sola città del mondo antico che non sia perita come Ilio, come Ninive, come Babilonia. È la sola città del mondo che non è affondata nell’immane naufragio della civiltà antica. Napoli è una Pompei che non è stata mai sepolta. Non è una città: è un mondo. Il mondo antico, precristiano, rimasto intatto alla superficie del mondo moderno».
Porque todavía alguien grita y cae una cesta de mimbre sujetada por una cuerda. Los interfonos parecen haberse caducado y una vecina vocifera a la otra entre sábanas, camisetas y calcetines que cuelgan como estandartes entre antenas y unidades exteriores de aire acondicionado. Escaleras y bordillos limitan y condicionan la expedición de los detectives rodantes. Solo en parte se puede circular por los Quartieri spagnoli o Rione Sanità, pero hasta en el barrio del Porto, desplegada y encastrada entre el casco histórico y un puerto languideciente, muestra también sus obstáculos. Atardece. Sobre las alargadas casas una luz dorada lame sus fachadas. Aquí y a allá el repentino rechinar, voces lejanas, aisladas.
—No me gusta este lugar —comenta la detective número 5, denotando con la mirada el origen de su inquietud.
El detective número 1 y 3 se percatan entonces de lo que vienen viendo durante todo su viaje: jóvenes en torno a una scooter negra, aparcada en un una esquina. A veces suelen aparecer solitarios y otras, en pandillas. Merodean con la mirada, consultan el móvil. Pero también los hay sin moto, casi desapercibidos que cumplen con su función de centinela varado.
—Bah, ni te preocupes. Precisamente ellos son los que garantizan tu seguridad. No quieren líos en el barrio que atraigan a la policía —responde el detective número 1.
No muy convencida, la detective número 5 prosigue con la marcha y propone buscar un lugar para cenar. Entre callejones y plazoletas, el grupo avanza mientras la ciudad oscurece y siniestras sombras persiguen el movimiento de los intrépidos detectives rodantes. Un claro se avista al final de una callejuela. Sin embargo, unos bolardos, unidos por pesadas cadenas, impiden el paso. De la nada emerge una figura fáustica, un joven cuya silueta se sitúa frente a los foráneos.
—Ouhh! Aspetta! Io ti aiuto! —señala el extraño con su marcado acento napolitano. Como si de un guardia de tráfico se tratara, comienza a agitar los brazos, a silbar a otros viandantes que con sus bolsas de plástico o auriculares, se hallaban inmersos en la senda de una predestinación difusa. Intercambia palabras, se detienen, contemplan a los detectives rodantes. Asienten. Y entre cuatro, cinco personas, de diversa condición, edad o procedencia, levantan los pesados candados para que los intrépidos detectives rodantes puedan rodar bajo ellas. Walter, el intrépido detective, queda fascinado por un civismo que creía extinto, un código ético impulsado por quien camina vacilante, sonríe y choca las manos con soltura antes de volver a desaparecer en la negrura del olvido.
El cielo enrojecido todavía ilumina la inmensa Piazza del Mercato y en cuyo perímetro se aprecian algunos grupúsculos, apenas solitarios pasos, centinelas ocultos, sentados sobre sus oscuras scooters. Un grupo de chavales juegan despreocupados al fútbol y aquello a Walter le impresiona. Más que una estampa del pasado, piensa, se trata de un noble acto rebeldía incapaz de concebirse en el mundo moderno donde el deporte rey ha sido mercantilizado hasta las cejas. Aquí, sudorosos, sin equipación ni camisetas de clubes multimillonarios, sin más normas que las del sentido común, en plena plaza, se pasan el balón los unos a los otros, buscando el ansiado centrochut liberador como contraventor. Es una juventud de infractores de toda normatividad lacerante y tomando como bandera la esencia de un deporte que nació aquí, en los barrios obreros, en la marginación donde, sin embargo, se generaba el goce del juego, los lazos de amistad, el cuidado y la práctica de las más nobles y básicas virtudes del ser humano. Mientras es imposible distinguir un equipo de otro, siquiera si existe algo así como equipos contrincantes, al otro lado de la plaza, un grupo de jóvenes charla bajo una farola, la primera que se enciende frente a una pizzería cuyo nombre nos llama la atención: Pizzeria del Popolo.
—Vaya, creo que solamente es para llevar. No veo mesas.
—Bueno, podemos pedir unas y las comemos en el hotel.
Como cabeza de avanzadilla, la detective número 5 se acerca a la entrada del local. Pero al cabo de unos breves instantes sale un hombre de baja estatura y movimientos resueltos. Vestido desde la cabeza a los pies de blanco, posa sus manos sobre las caderas y contempla a la comitiva rodante.
—Bene, bene —se dice a sí mismo rascándose la calva y después recolocándose con el dedo índice la montura de sus gafas —. Volete mangiare qui?
—È possibile? C'è un gradino e non vediamo i tavoli.
—Non preoccupatevi. Aspettate. ¡Ouhh! Giulio! Marco! Datemi una mano, dai!
Entonces, los intrépidos detectives rodantes presencian una asombrosa transformación del local. Lo que creían paredes, de pronto aprecian que se trataba de puertas correderas de cristal lacado en blanco que comienzan a abrirse junto a la entrada de la pizzería. Salen a raudales dos, tres, cuatro pizzaiolos con sus blancas camisetas y pantalones. Unos mueven sillas y mesas, otros levantan las pesadas sillas de ruedas e introducen a los detectives en el interior del local; aquellos vuelven a cerrar las puertas correderas, a colocar vasos y cubiertos, platos. Y ya todos en su sitio, el hombre de baja estatura y movimientos resueltos se planta con una sonrisa frente a ellos:
—Allora, cosa volete mangiare?
La beatitud profana se alcanza sin duda por el testimonio del civismo practicado en una ciudad tan misteriosa como Napoli. Asombrados, llenos de júbilo, los detectives se miran los unos a los otros sin alcanzar a comprender lo acontecido. Admiran el interior de la pizzería, con sus paredes tapizadas con miríadas de fotografías enmarcadas. Los clientes comen y charlan sin verse alterados por la enigmática entrada de los intrépidos detectives rodantes. Son parejas mayores, familias, vecinos que entran y se piden unas pizzas junto a una Peroni o un vaso de agua. Mientras los detectives esperan sus Pizze fritte napolitane, la de mortadela y salsa de pistachos o de salsicce e friarielli, alguien advierte la modestia del local, pero también de las celebridades que aparecen colgados de las paredes que son, nada más y nada menos, los propios vecinos del barrio.
Tras haber probado con apetito pizzas insospechadas, tanto para el paladar como para el enriquecimiento de una cultura gastronómica en claro proceso de descomposición, los intrépidos detectives rodantes salen satisfechos del local. Afuera, para asombro de los visitantes, nadie permanece en la calle y ruedan en la noche cerrada percibiendo tan solo el leve zumbido de sus motores eléctricos. Sin embargo, Walter se detiene ante una persiana metálica bajada y lee por última vez un poema de una poetisa napolitana desconocida:
Compagna effimera e
Sfuggente
Lasciami gustare le tue
Carezze
Ancora una
Volta
I tuoi passi
Scordinati
Ad attraversare
Il mio destino
- Marianna Ciano
II.
...«Napule è mille culure / Napule è mille paure /
Napule è 'a voce de' criature / Che saglie chianu chianu
E tu sai ca' nun sì sulo»...
Dicen que en las despedidas permanece como una promesa el que no echa la vista atrás. Así, el detective número 1 se despide del corpulento Don Vito y de Michele, marxista, cantante y guía turístico como remedio ante el desencanto milenario. Los intrépidos detectives rodantes se adentran en el modesto aeropuerto Napoli-Capodichino con sus maletas sobre sus regazos o bien dejándolas deslizar ante su avance o tras de sí. Enfilan el último trámite envarado, hiriente por su previsibilidad y resolución robótica.
...«Napule è nu sole amaro / Napule è addore 'e mare /
Napule è 'na carta sporca / E nisciuno se ne importa
E ognuno aspetta 'a sciorta»...
Pasado los controles de seguridad, los abatidos detectives rodantes son conducidos como condenados a muerte a un pequeño ascensor para así alcanzar la puerta de embarque. Uno a uno deben tomarlo y sin mediar palabra, sin ánimo, el detective número 1 es el primero en subir a la segunda planta. Allí espera o intenta esperar, porque el proceso se presenta más lento de lo esperado. Avista un quiosco, se dirige hacia él.
...«Napule è 'na camminata / Int'e viche miezo all'ate»...
Más que un quiosco, al detective número 1 le parece que se ha adentrado en una tienda donde la prensa y las revistas han sido desplazadas al margen izquierdo de la historia. Golosinas, bebidas, bocadillos, bandejas de sushi, refrescos, vinos, libros, juguetes, souvenirs, camisetas, electrónica, perfumes…Hasta discos de vinilo se pueden ya adquirir en una tienda de aeropuerto, en los no-lugares por excelencia ya concebidos por Marc Augé. Y así, desprovisto de todo afán o voluntad, ninguneado por el tiempo en suspenso, el detective rueda hacia ellas y las somete a escrutinio. Hasta que da con la portada que no se esperaba encontrar en un aeropuerto: Terra Mia, de Pino Daniele.
...«Napule è tutto nu suonno / E 'a sape tutto 'o munno
Ma nun sanno 'a verità»...
Arropado por el ruido blanco, a 11.000 metros de altura, el detective número 1 comparte asiento con el detective número 2 que, a diferencia del vuelo de ida donde impartió una conferencia sobre la obra y vida de San Gennaro, se limita a tratar asuntos de menor impronta sustancial. Hasta que de pronto emerge una pregunta:
—Oye, a todo esto, al final no has resuelto el enigma en torno a ese tal Pino Daniele.
El detective número 1 le sonríe, elude confesarle que halló un disco de vinilo de Pino Daniele en el aeropuerto que no adquirió, sino que acarició como una promesa lejana, débil, acaso imposible. Ni tampoco le indicó que aquel casual hallazgo, huérfana de toda providencia, fue finalmente la pieza clave para resolver la razón por la cual Pino Daniele decidiera volver a Napoli.
—Pues no lo vas a creer, pero al final lo entendí.
—¿Ah si? ¿Y por qué no quiso volver a Estados Unidos?
—Porque una vida sin misterio no vale la pena. Y el misterio, querido amigo, se llama Napoli.
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