Nadie sabe nada de gatos persas


 Ensimismado en un oscuro sótano, Bahman Ghobadi tapona sus oídos, vierte la ceguera sepultando sus párpados y vence al silencio con su canto. En verdad, decía Piotr Tschaikovsky, si no fuera por la música, habría más razones para volverse loco. Ciertamente, la música es un sedante frente al dolor, la cometa que arrastra el hilo de nuestras existencias, acaso el asilo de un sueño errante y todo esto es sabido por Bahman y sus criaturas. Bahman canta porque lleva años intentando grabar en su Teherán natal unos metros de celuloide sobre la historia de Negar (Negar Shaghaghi) y Ashkan (Ashkan Koshanejad), dos jóvenes músicos esperando frente a la cristalera del estudio de grabación para suplir el efímero protagonismo de su director y emprender el periplo para hallar sus pentagramas fuera de su realidad, lejos de Irán. El bondadoso Nader (Hamed Behdad) les ayudará en la búsqueda de constituir un grupo musical destrozado, una y otra vez, por las garras del delirio padecido por el régimen islamista de Irán. Les intentará buscar un visado para buscar fortuna en Londres, así como escenarios y músicos dispuestos a complementar sus cuerdas vocales, el ritmo de sus ilusiones. En definitiva, será el intento por abrir la jaula en la cual se hallan estos pájaros desprovistos de cielo.

Negar, Ashkan y Nader en busca de la música.
   
Comprimidos en una motocicleta que asalta al tiempo y al miedo, Nader, Ashkan y Negar emprenderán un viaje por la música de su ciudad. Semejante a la magnífica obra Crossing the Brigde - The Sound of Istanbul, del célebre director Fatih Akin (del cual soy un empedernido admirador), Bahman Ghobadi brinda soltura y agilidad a su cámara, vívidas pinceladas a sus planos que acompañan a esta radiografía de la controvertida sociedad iraní. Haciendo uso de la música como compás de su narración, Bahman y sus personajes nos regalan a los oídos un nutrido y alumbrado melting-pot de sonidos, tan ajenos a nosotros, y a los ojos el crudo asfalto de Teheran. Desde el edulcorado indie del grupo Take It Easy Hospital, pasando por el melancólico y desafiante rock y blues de Mirza, el comprometido y envenenado rap de Hich-Kas, hasta la pausada e hilada voz folclórica de Darkoob, se constata el hecho de que bajo la oscura mortaja del régimen se han filtrado partituras que han permitido el florecimiento de una hetereogénea y cosmopolita sociedad iraní. Pese a la asfixia claustrofóbica de la censura y la represión, todos ellos, como los gatos persas, intentarán buscar un rincón en el cual lanzar un eco, acaso velas que destellen en la oscuridad de las catacombas del miedo, o un visado para volar hacia los sueños.

Nadie sabe de gatos persas no es simplemente una película cuyo propósito es denunciar la opresión de los latidos que padece Irán, país que conserva todavía un copioso legado cultural, todavía vivo a día de hoy. No, también es una metapelícula cuyo formato y narración se funde con el género del documental y las partituras de la música. En ella, además, avistamos junto con la denuncia social ya conocida por otros autores iraníes como Jafar Panahi -con su célebre obra Offside que trata, mediante el género de la tragicomedia, la condición de la mujer en Irán- también algunos rasgos propios -me atrevería a decir- de maestros iraníes como Abbas Kiarostami (de hecho, Bahman fue actor bajo su dirección en el viento nos llevará) al tratar, de manera muy somera y sin llegar en ningún momento a su altura, la condición humana que se aferra en sueños musicales y se lee con tintes kafkianos. Sueños que, al fin y al cabo, urgen y presagian revoluciones, pentagramas que se sincronizan con las ilusiones capaces de espantar las lágrimas de la desesperación. Ya ven, al menos ya sé algo de los gatos persas.







Título: Nadie sabe de gatos persas
Año: 2009
País: Irán
Dirección: Bahman Ghobani
Guión: Bahman Ghobadi, Hossein Mortezaeiyan, Roxana Saberi
Música: Varios
Fotografía: Turaj Mansuri
Reparto: Negar (Negar Shaghaghi), Ashkan (Ashkan Koshanejad), Nader (Hamed Behdad).
Producción: Mij Film

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