Blue Monday


Ofuscadas notas de piano se vierten en un cuarto oscuro y la rugosa, áspera voz se eleva con hileras de humo, apenas visible; como una pieza de Tom Waits o bien de Vinicio Capossela. Podría ser esa imagen de Chet Baker mirando fijamente a la cámara, sosteniendo a sus costados -como un mártir- su trompeta y el cigarrillo. Sus arrugas y mirada abatida son incapaces de presagiar que no llegará a los sesenta años, intenta -hirientemente- sonreír. Pero no puede. Como tampoco puede un extraviado verso de Charles Bukowski, el capítulo de alguna novela de Boris Vian o esos esquinados corazones -algunos desdentados, agotados, anónimos- que velan por los semáforos de los ciegos viandantes. Pienso en gastadas copas de vino tinto, en ceniceros al borde del infarto tras luces de neón y charcos de lluvia en las cuales parpadean rojizas esferas que danzan a la luz de la luna ausente; en la noche que se apodera de la palabra. El vaho bajo el frío, la soledad y la derrota. Así se me insinúa ese término cuya carga poética se distancia de su origen publicitario y consumista: Blue Monday

Blue Monday estaba proyectado para ser el megáfono de los carteristas impolutos, para los gurús de la enfermiza filosofía de autoayuda con bajas calorías y ausencia de grasas saturadas. Para el triunfo del gracejo policromático en aras de ahogar las postrimerías saludables de algún personaje de Haruki Murakami. Sin embargo, Blue Monday se ha convertido en un verso subversivo, en la sinfonía y la saudade oculta de los derrotados, como una cinta prematura y todavía no ajena al neorrealismo de Federico Fellini -pienso en La Strada, en Las noches de Cabiria - o bien en el simple antagonismo de esos días caducos y que se empeñan en celebrar el mainstream impuesto pulcramente por los sindicatos de almanaques. 

Ahora, cohibido, asustado y oculto entre la degradación azulada cuya virtud se inunda en la oscuridad, considero que el Blue Monday es igual que sus habitantes: marginado y olvidado al concebirse en la pseudo-ciencia, en cálculos que matemáticamente no existen. Es, a fin de cuentas, una afirmación de rebelión que solamente puede afirmarse en la solemne ebriedad de quienes lo consideran una estulticia dentro de su verdad. O bien en un ente escurridizo y despreciable, el dorso de la publicitada audiencia. 

Allí donde me habito, Blue Monday era un inicio de calendario nublado, una fina lluvia al final del día con frecuencias moduladas en el jazz. Ahuyentaba este sonido las altas graduaciones de la responsabilidad laboral acompañado de una copa de vino y el cenicero, Arcadia de los tiempos rememorados, estrujados. Una huída de las máscaras cotidianas y el reconocimiento in tempero de los duelos vividos, de la saudade pessoniana que exigía a Benny Goodman bajo cascos para sentenciarlo con una pieza de Paolo Fresu como salmo final y definitivo. ¿Qué será de este año? ¿De las ensoñaciones perdidas? ¿De mí y el universo? La respuesta es como una tibia sentencia de Heisenberg como la presencia imaginada por Yaro Abe en ese izakaya en el barrio de Shinyuku en pleno Tokyo donde entraría, me liaría un cigarrillo tras el largo viaje y pediría una cerveza bien fría con un plato de arroz y huevo frito con su chorrito de salsa soja. Después introduciría los palillos mientras suena "When sunny gets blue" -de McCoy Tyner- en el cuenco, comería llorando para pensar: "aquí, lejos, muy lejos, aquí, me quiero quedar". 







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