Foodie Love
"Las personas que amamos -que amamos de verdad- son como llaves que abren zonas nuestras que ni siquiera sabíamos que estaban ahí."
Se hace irremediablemente arduo consagrar una serie televisiva en esta vorágine -casi dantesca- que se adhiere a las pupilas del espectador contemporáneo. No es secreto de estado que en estas últimas décadas la producción masiva de series es un fenómeno propio de la cultura de masas y cuya finalidad -lamentablemente- es un consumo desolador, sin entremeses o lánguidas sobremesas, de know how marinado con cronómetros de olvido ajeno al respiro de la reflexión. Sin embargo, siempre hay -y habrá- márgenes, fronteras y parajes en los cuales advertir que el género seriado -dentro del cosmos del cine- escapa de los cánones impuestos. Se me ocurre "Berlin Alexanderplatz", de Rainer Werner Fassbinder (1980). O "Secretos de un matrimonio", de Ingmar Bergman (1973). Y hay una gran retahíla de otras series, quizás más contemporáneas, que fueron un hito para la cultura cinematográfica. Más cercanos en su tiempo y forma -eludiendo algunas mastodónticas propias de la producción norteamericana, a saber True Detective (2014), The Sopranos (1999) o The Wire (2002)- se me ocurren dos directores propios del cine de autor y cuya órbita -el cine europeo- dista del centrifugado imperial: Paolo Sorrentino e Isabel Coixet.
Aunque dispares en su estética y preocupación temática, ambos me conmueven y he elegido -caprichosamente- el menú del día de Isabel Coixet. La directora catalana estrena en su filmografía una obra seriada como Foodie Love (2019) donde vuelven a sugerirse temas tan recurrentes en sus anteriores obras fílmicas como es la (in)comunicación, el amor, la soledad o el deseo. Pienso en obras que dejaron imprenta en mí, tales como Cosas que nunca te dije (1996), A los que aman (1998), Mi vida sin mí (2003), La vida secreta de las palabras (2005), Mapa de los sonidos de Tokio (2009) o Ayer no termina nunca (2013).
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Él y Ella en el Mercado del Carmel (Barcelona) |
Podría admitirse que Isabel Coixet me ha acompañado durante estas últimas décadas, sea en las rojizas butacas de un cine sufriendo la agonía de sus últimos días o bien en soledad sobre el sofá de mi salón devorando una pizza mientras le doy play al stream. Pero la textura que desprenden sus lienzos y - que también se vuelven a redescubrir en su serie- son hipnóticas, sutiles, con una paleta que recuerdan a sus referentes cinematográficos. Lo mismo pasa con una banda sonora propia de quien pasea por la calle bajo cascos escuchando a Vinicio Capossela, Tonino Carotone, Mina o una pieza jazzística de Clara Smith que se fusiona estupendamente con las preocupaciones cotidianas que desprenden sus películas y esta serie. Quizás los diálogos dejen que desear en esta serie o bien podría eludirse ciertos cameos innecesarios. Empero, el aderezo sublime de Foodie Love es la inclusión de la exploración del mundo gastronómico, su complemento en lo mundano y adherido a los sentimientos de ambos protagonistas que comienzan a conocerse y desearse a tientas, con sus anhelos, deseos y cicatrices incitadas a ser arrancadas en cualquier episodio. Antagónicos como las coordinadas de un mapa se postulan Laia Costa (Ella) -que posee la pasión oriental y apego por Japón como la directora de esta serie- y Guillermo Pfening (Él) -metódico, ordenado como un taxista psicoanalista de Buenos Aires- frente a los platos para buscar las palabras ausentes de las papilas degustativas. Entre cafés, cocktails, entrantes, platos principales y postres; entre fast-food, cocina de vanguardia, casera, o un plato de ramen; entre filmes de Giani di Gregorio (Pranzo di Ferragosto), de Alain Resnais (Hiroshima, mon amor), música compartida como la de Japanese Breakfast, él y ella intentarán encontrarse, acercarse, distanciarse, conocerse, desentenderse porque el gran acierto que plantea Isabel Coixet es que la vida es como un croissant: No existe el croissant perfecto. Y sin embargo es esencial dejarse llevar telefónicamente para hallar con una voz el gellato perfecto de Roma. Y que no alguien, sino esa persona, te aguarde en la terminal del aeropuerto para recogerte. Quizás Foodie Love no sea una serie de altos voltajes, de querer atender axiomas recurrentes y publicitados a todas horas. Pero sí que me convence como una obra que se adhiere o comulga con mi existencia y, seguramente, de muchos otros. Se entiende cómo ambos personajes toman sus distancias, acercamientos, pasos de un tango ante algo que siquiera la cámara puede percibir -y percibe o intenta percibir sin demostrar- que son esas cicatrices que no se pueden arrancar sintomáticamente, de manera exhibicionista. Al menos ahora, tras su visionado, soy capaz de entender por qué danzamos como ellos y por qué no existe el croissant perfecto. Y contemplo esa llave prometedora que se alberga en una caja y sonrío. Ya, apenas; sin pensar.
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