Dejad de quererme

 I.

    Hay días en que alguien pierde la gravedad propia del aplomo, se mira al espejo, resopla con disimulo y debe, sin titubear, asumir ser una pieza disonante en este calendario al que le han adscrito sin derecho a replicar y concitado por la evanescente causalidad. Algún despistado te desea un feliz curso, otro pregunta cómo te encuentras con un tono bienaventurado pero que, en el fondo, busca tener una conciencia limpia aunque sea artificial y consentida, una querencia que es engaño hasta asumido por quien la articula. Pero estoy cansado y delego en su legítima defensa. Asusta que se cumplan los pronósticos: saber que eres prescindible, sustituible, un número, un código de barra, un lacónico comentario en sus conversaciones, un nombre efusivo, una sonrisa, una mueca, un rumor, acaso un chiste. Ahora, ahora que eres inútil se te puede borrar de la lista de contactos, despreciar en chácharas de horarios indispuestos, desechar de sus enternecidas memorias. Y asusta, recalco, que se cumpla y hasta que te adelantes a los hechos, lo asumas y te tengas hasta que reír. «Ou, fellas», pareces que te dices y buscas cesar, aflojar la risa. Porque es triste, tan triste que se asimila a la crueldad. 

II.

    Sin embargo, estuvo bien, está bien haberlo analizado todo de manera premeditada. Porque, al fin y al cabo, se sabía que era de esperar, que iba a pasar. Es como quien medita sobre la muerte. Mi psicólogo, en su día, me decía que era normal que la tuviera tan presente, más aún que otros que intentan anegarla con la mundanidad, con el olvido, con el good vibe del presente, prorrumpiendo en carcajadas mientras practican cualquier actividad capaz de evadirlos de su enclenque y vulgar existencia. No es que me hagan gracia, no es que las menosprecie porque me parecen legítimas, empero pienso que podrían vivir otras vidas quizá más ajustadas a sus espíritus, sin vetas. ¿Por qué no hacerse una pizza un miércoles? ¿Por qué discutir qué películas vas a ver, asumir tareas que podría realizar la otra persona que habita contigo? ¿Por qué pensar en cálculos complejos -inflados por la ansiedad- cuando el presupuesto podría ser más fácil de resolver? ¿Volcar la buena voluntad, lijar la callosidad para llegar a pactar un quórum? Entonces me digo que soy afortunado en la desgracia. 

III.

    Solamente quisiera que se resuelva mi situación. Después de padecer los dolores, el cansancio -tanto físico como intelectual-, el sinsentido de una tarea que más que satisfacer, te hunde, te degrada, te extirpa la ilusión, te desraíza de la memoria, solamente quiero paz. Paz para poder estudiar, leer las lecturas pendientes,  realizar durante seis meses la rehabilitación, ver los filmes que rielan mis noches de temor, cocinar; caminar, pasear, viajar a lugares que nadie acapara en su sintonía. Incrédulos quienes creen que pudiera realizar todas estas tareas en silla de ruedas con un asistente social a mi lado. ¿Acaso no os dáis cuenta? Yo sé que me sentaré en una silla de ruedas, que me levantará de la cama, me aseará, me hará la comida otra persona. Pero yo lo que quiero es disfrutar, palpar, manosear, bascular, caminar, hacer; quiero vivir porque sé que la muerte me asecha. Vil, osado quien me recrimine y cuestione el derecho de desear el Bósforo. ¿Debo rastrearme a las cinco de la madrugada para ir a impartir clases cuando tres de treinta alumnos te hacen caso, volver cansado a casa, ingerir una comida insulsa y ponerme a corregir, rellenar informes, preparar clases y pedir, mientras, que alguien me baje los pantalones para hacer mis necesidades? Y después cenar otra comida insulsa, que me cambien de ropa, me aseen, me metan en la cama pronto para volver a las cinco a clases. No. Yo prefiero la dignidad. Sé que no llegaré a cumplir más allá de los 60 años. Dejadme, al menos, disfrutar de mi corta vida. Porque la muerte, que la llevo tan presente y, por tanto también la vida, la quiero manosear. Quiero todavía sentir mi autonomía, llorar por ella, despedirme de ella. Quiero dar mis últimos pasos sobre esta acera, sobre aquella, cocinar este u otro plato, asearme, desvestirme, vestirme, levantarme, acostarme. Y viajar, viajar a todos los lugares que se hundirán conmigo cuando fenezca solo, sin mano prensada, sin memoria, sin recuerdo, sin rezos, sin nombre. Pero antes, antes quiero volver a los lugares proyectados y no tocados, volver al lejano Japón, a las orillas del Bósforo, perderme en una latitud ajena a vuestra voluntad. Mi deseo, Muerte, es vivir lo que me queda para quemarlo en soledad: algunos libros, un jardín, un gato, música, buenos filmes en blanco y negro, algunos viajes, buenos manjares, un buen vino y poco dolor. Y que nadie me toque. 


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