Marta Sanz - Clavícula
«Mi dolor es...» Nudo, corbata, pajarita, calambre, ausencia, huevo invertido, cucharada de aire, vacío de hacer al vacío, blanco metafísico, succión, opresión, mordisco roedor, de pato, de comadreja, carga, mareo, ardor, el roce de un palo, una zarza ramificada dentro de mí, bola de pelusa, masticación de tierra, una piedra en la garganta o en la glotis o sobre un alvéolo, sabor a sangre y metales, estiramiento de las cuerdas de los músculos, electrocución, disnea, boca árida. Tengo tantas palabras que no puedo decir ninguna. Conozco bien el lenguaje y sus figuras retóricas. Pero soy tan imprecisa. No puedo explicarme y me da una taquicardia. Llego a las ciento sesenta pulsaciones. Miro al médico al fondo de los ojos con la desesperación de una muda. No hay mentiras ni metáforas para expresar mi dolor.
- Marta Sanz, en Clavícula - Mi clavícula y otros inmensos desajustes (2017)
En su último como lúcido ensayo Ante el dolor de los demás, Susan Sontag reflexionaba, entre otras cosas, sobre qué nos producía ese blitz constante de imágenes de sufrimiento causadas por los conflictos, guerras y demás hecatombes generadas por el ser humano y que nos arrojan constantemente los telediarios, la prensa, las pantallas de los móviles. Si vivimos en simbiosis con el mundo externo -y pienso en los relatos de Jorge Semprún o Victor Frankl, desarraigados, arrebatados, confinados en campos del horror-, ¿sentimos el mismo dolor? ¿Es miedo, ira, apatía, morbosidad? ¿Dejaríamos de fumar viendo en las cajetillas de tabaco fotografías de pulmones ennegrecidos? Sontag pregunta, reflexiona y me la imagino en un pasado lejano dejando de teclear en su ordenador por un instante, ladear la cabeza a contraluz, mirar más allá, por una ventana de tono glauco. Silencio. Ante la amnesia individual como colectiva suscitada por el uso del mando a distancia o el desplazamiento de nuestro dedo índice sobre la pantalla táctil, advertía -con un cierto tono pesimista- que no se trataba tanto de memorizar, sino de tomar distancia y reflexionar para adquirir una mirada sensible, transformadora.
Es cierto. La literatura no puede salvar vidas, siquiera prevenir una enfermedad cuyas dimensiones implosionan la ley de la gravedad. Y sin embargo...Sarinagara. Y sin embargo sí que permite reflexionar, meditar y quizá adquirir esa mirada sensible, activa y militante que defienden sus autoras para así, reivindicar el derecho a la indignación y subsanar el dolor que sentimos tanto dentro como fuera de nuestras siluetas. Es como escribe Marta Sanz: «La escritura araña la entropía como una cucharilla de café el muro de la prisión. Amputa miembros. Identifica -para sanarlas- las lacras de la enfermedad. Es un escáner. Ata con lazo de terciopelo rojo los voraginosos tentáculos del calamar gigante que expele, en los abismos del mar, un chorro de tinta negra que, organizada en grafismos, nos aclara un poco la visión».
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