Karmelo C. Iribarren

«Como quien oye llover
en una película
muda, 
el rumor del mundo.»

- Karmelo C. Iribarren, "De un tiempo a esta parte", recogido en "Poesía completa (1993-2018)".

    No era extraño. Llevaba como marcapáginas el recibo de un hotel de Tokyo. Y tres boletos de desayuno ya caducados. En las gavetas de las mesitas de noche de cualquier habitación de hotel se encuentran, a menudo, un ejemplar de la Biblia. O una ficha cuyas entrañas albergan servicios y números correspondientes al lugar de hospedaje para no imprecar a un Dios de dudosa prestancia. O bien el Páginas Amarillas. O nada, quizá, con suerte, una pelusa de polvo orbitando con su materia primigenia en aquel cuadrilátero. Lo de la Biblia es inquietante porque, seamos sinceros, da juego a especulaciones turbias que fusionan celuloides de Carl Theodor Dreyer con las de Fritz Lang. Pero en las habitaciones en las que se alojó no había nada de eso. En realidad, solamente lociones de champú comprimidas en cantidades roñosas, toallas irritables y su propia Biblia que dejó caer sobre la mesita de noche: un poemario de Karmelo C. Iribarren

    «Karmelo C. Iribarren (Donosti, 1959) creció escribiendo poemas que nadie leía, andando caminos que nadie recorría y rimando a su puta bola», señala Pedro Simón en el prólogo de su antología. Y es cierto, admite riendo, complacido, satisfecho, orgulloso su lector que se llevó su poemario hasta Tokyo. Pero, ¿quién es Karmelo C. Iribarren? Un director de cine, un escritor, quizá un periodista contactaría con él para profesar su admiración, sugerirle un proyecto que lo promocione y, a la par, prosperar o lucrarse el mismo incitador. Pero el lector perspicaz ya sabe quién es Karmelo C. Iribarren. Un poeta de línea clara, de codificar el lenguaje sin restar y que suma, de doble lectura, de juglar que se acerca al microrrelato o al aforismo pero que, sin duda alguna, está apegado al asfalto de la cotidianidad. Sus poemas, a veces irónicos, en otros casos crudos, están inflados de melancolía. Se perpetúa su mirada al mar cuarteado por un cielo gris, el repiqueteo de la lluvia contra los toldos o los paraguas que intentan abrigarte ante la soledad, la adversidad pero que amedrentan, hacen vibrar dulcemente los oídos pese a estar leyendo sus poemas similares a las de un bertsolari, de golpe corto y certero, pero propios de una ventolera ya exangüe. 


    El lector, con las escasas palabras que atiende a entender, se ve en la negrura de la noche. Observa a la soledad enquistada en un rincón del bar, percibe la hostilidad de la borrasca de la cual se siente guarecido. Percibe el candor y la luz anaranjada algo tibia del bar, mira de soslayo a su alrededor, recolecta palabras esdrújulas, algunas soberbiamente aisladas y asignadas a sus breves poemas; aprecia una sonrisa, escenas de desamor, de esperanza. Cree que los elementos inertes cobran vida, juega con los dedos sobre la frontera de un vaso, extraer un cigarrillo. Suena una pieza enajenada de la genuflexión, imperante en pose liviana y libre de partituras, leal al sentirse capaz de ser un tributo a Keith Jarrett. Sobrevive, a fin de cuentas, entre los reflejos de luces de neón, la negrura, la desidia, la melancolía, la ilusión que todavía vibra en algunos de sus poemas. 

    Y la poesía de Karmelo C. Iribarren, antiguo camarero, poeta nostálgico, es eso: es admitir la crudeza de la noche, no ser ingenuo pero, al mismo tiempo, no perder la ánima de las letras insertas en las palpitaciones bajo nuestra coraza. Quizá esté apreciando cómo se derriten dos cubos de hielo en su vaso, piense en las guerras del este, en la hipocresía de los viandantes, en la atrofia desmesurada del siglo vigente, en el cambio incambiable y climático carente de husos horarios, en el devenir incierto de tu vida carpeteada y, al asomar la vista, aprecie el cruce de miradas. Vea a alguien sonriéndole y que no sea semejante a una pared en cuanto a palabras y gestos. Un "Lost in Translation" made in Donostia. 

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