Kaffee, Kuchen y Michel de Montaigne

«Según Cicerón, filosofar no es otra cosa que prepararse para la muerte.»

- Michel de Montaigne, en Ensayos, 1580

       Existen costumbres cuyas vigencias y virtudes roe el tiempo despiadadamente. Comienzan a desgastarse sin premeditación, sin urgencia. Y aún así, todavía, a día de hoy, existen reducidos batallones de resistencia que conservan, con cierta laxitud, la débil pulsación de sus existencias. Un ejemplo sería la hora del Kaffee und Kuchen, la tradición de tomar café y tarta en torno a las tres de la tarde en países centroeuropeos como Alemania o Austria, aunque en Gran Bretaña exista también el Tea-Time y en otros países, incluso alejados de la órbita europea, tengan costumbres muy semejantes que, todas ellas, se hallan en un proceso de descomposición a raíz del capitalismo gore y su consiguiente anulación del tiempo, la aparición del televisor en los salones de nuestras casas u otros medios de disuasión trillada. Lo que ahora se percibe como una costumbre que parece albergar un olor a naftalina o tonos de color sepia, incluso la percepción de ser una práctica vetusta, algo out, tenía un cierto sentido. Era el pretexto para reunir amigos, familiares, cofrades en torno a una mesa y charlar mientras se envolvían sus perfiles con el aroma del café tostado, ya imperante en toda la estancia, y se relamían, con discreción aunque con ojos desorbitados, ante aquellas tartas glaseadas, esponjosas o cubiertas de azúcar glas que se exhibían en el centro de la mesa. Tanto en mi casa como en la de mis abuelos maternos, incluso en los Kaffeehäuser que tan bien describía Stefan Zweig en su obra "Die Welt von Gestern" o en la oficina de mis abuelos, nunca faltaba ese momento de ociosidad activa. Los más pequeños de la casa eran siempre impacientes. Bienenstich, Streusselkuchen, Pflaumenkuchen, Birnenkuchen, Apfelkuchen, Mohnkuchen, Baumkuchen, Frankfurter Kranz, Marmorkuchen, Nussecken... No sé cuántos tipos de tarta habré devorado para, displicentemente, balanceando las piernas entrecruzadas, nerviosamente, habré pedido a continuación a mis padres que nos dejaran abandonar la mesa para ir a jugar con los otros niños. Mientras, los mayores hablaban. Hablaban como los actores y personajes reales de la obra de Stefan Zweig: de preocupaciones, alegrías, del tiempo meteorológico, de esperanzas, angustias, proyectos, miedos...En definitiva, de lo humano y lo divino. Es decir, filosofaban. 

            Veinte años después, ya no hay Kaffee und Kuchen. Recuerdo que la última vez, en casa de mis abuelos, hubo Baumkuchen. Lo sé porque era mi debilidad, junto con el Kirschkuchen, el Mohnkuchen o, desde mi tierna infancia, el Puddingteilchen. Sin embargo, al menos una vez al año, me doy un homenaje y me enclaustro en la cocina para hacer una tarta de épocas enajenadas. En la mesa ya no se sientan familiares, ni amigos, ni tíos abuelos, o amigos de mis padres, como Basile. Tampoco están las máquinas de escribir de mi abuela, su estuche de gafas, el lápiz hundiéndose en su melena, el piar de los mirlos tras las ventanas donde se aprecia, además, un frondoso jardín. En los Kaffeehäuser de Stefan Zweig tampoco hay jóvenes apelotonados en una mesa sorbiendo café y discutiendo sobre literatura o las vanguardias, sobre sus proyectos artísticos; viejos que, como aspersores, expulsan aromas de tabaco que hunden la estancia con una niebla plateada tras sus periódicos y, dejando caer una cucharilla, hacen que el tintineo de los cubiertos resuenen como una lluvia renuente, enclenque, pero pura. Ahora, al menos una vez al año, avanzo con mi Kaffee und Kuchen hacia la biblioteca y percibo cómo un gato, alegre con su cola en alto, me persigue. Una vez que me siento me mira en posición de benevolencia. Agranda las pupilas, inclina tibiamente su cabecita y pide una migaja. Después salta y se acurruca sobre las rodillas. Y leo. 

               

        Casualidades de la vida, leo a Michel de Montaigne con la misma edad con la que él comenzó a escribir sus Ensayos: 39 años. Escribió que llegaría a los 78, sin embargo vivió 59 años. Para escribir su célebre obra se recluyó en una torre de su mansión. Lo veo según lo describe, envuelto, abrigado por múltiples libros, apilados, rellenas las estanterías y una tibia luz, vacilante, que le permite leer. Más o menos como estoy yo ahora, aunque sin esa humedad ni problemas de iluminación. Era aristócrata y llegó a ser alcalde de la ciudad de Bourdeaux, aunque renunció a ser miembro de la Corte de Enrique IV. Sin embargo, su verdadero encanto reside en su filosofía de vida que deja constatada en su obra: Ensayos. O mejor dicho, en esa pregunta: «¿Qué se yo?». Entre sorbos de café y picoteos de tarta, leo a un humanista pesimista que es, a todas luces, el mejor de los optimistas. Con descaro, en ocasiones con un tono burlón, lúcido como humilde, Montaigne tiene como objeto de estudio su propio yo, porque es humano y, por ende, parte de la condición humana. Quien lo lee extrae elementos propios de la posmodernidad y no sale de su asombro cuando no trae consigo línea trazada, nivelada, estructurada, calculada. Él solo ha leído a sus filósofos de la Antigüedad, tales como Cicerón, Sócrates, Platón, Horacio, Séneca o Virgilio. Y sin embargo nos habla con una voz prodigiosa, tan de siglos venideros que, obviamente, tuvo que aparecer en los libros prohibidos por la Santa Inquisición. Antes que Voltaire, él cree en la tolerancia, repudia la esclavitud, sentencia la conquista del Nuevo Mundo como un crimen. Considera el matrimonio como una jaula, cree en la educación carente de poleas. En sus Ensayos, Montaigne habla de sí y de las cosas que considera invariablemente importantes: sobre el miedo, la virtud, los libros, la educación, las desigualdades sociales, la vanidad, los viajes, la amistad, el valor de la conversación, la autosuficiencia, el bienestar y, sobre todo, de algo donde mejor se aprecia su lucidez: la vida y la muerte. Es, quizá, su pasaje mejor recordado: Que filosofar es prepararse para morir. Creo que este capítulo, marcado con una X, me marcó. Lo leí y releí muchas veces porque nos da, quizá, algunos elementos que hemos obviado. Tales como, según dice Montaigne, pensar en la muerte constantemente. Pensar día sí y día también en ella, porque nos aparece cuando menos la esperamos. Y porque acentúa nuestra experiencia de sentirnos vivos. «Los muertos más muertos son los sanos»: aprovecha y que la muerte te pille haciendo lo que de veras aprecies. «Quien enseñe a los hombres a morir, les enseñará también a vivir». Nos hallamos en una sola vida, en instantes que debemos apreciar ajenos a lo que nos intentan de inculcar desde la Edad Media. No venimos a sufrir, a practicar la autoflagelación, a temer, a inflarnos de miedo. Debemos saber de nuestra finalidad, de nuestra determinada nada y, a partir de ahí, valorar y apreciar la vida. Acentuar los cinco sentidos todos los días de nuestra vida, valorar, apreciar el cosquilleo en una conversación, una caricia que nos pone los pelos de punta, la brisa cuya fragancia alivia el sopor, los olores capaces de alelarnos, el gusto en el paladar que nos haga rechazar cualquier brida de contención. Valorar la muerte como algo que no es malo, sino natural y, a partir de ahí, apreciar la vida de una forma ya no anestesiada como ahora, sino verdaderamente real. Desconectar de los dispositivos, de la urgencia de los cronómetros, huir de la meritocracia bancaria e inmobiliaria, de los descuentos del hipermercado, de las agencias de viajes virtuales, de las sonrisas hechas simulacros, de los rictus y quehaceres propios del calendario, de las costumbres impostadas y que aceptas con un desdén anómalamente alegre. Es curioso pero en Montaigne veo reflejado, tibiamente, leves y sueltos trazados que evocan a Voltaire, a Pepe Mujica, a Albert Camus o  a Byung Chul-Han. Aunque, eso sí, con evidentes, distantes salvedades aparte. 

          Pero un Kaffee und Kuchen con los filósofos muertos siempre está bien. No es extraño que, después, me entere que Stefan Zweig escribió sobre él, sobre Montaigne. Me lo imagino también devorando sus Ensayos entre sorbos de café y trozos de tarta. Mi gato rasca sobre la manta que cubre el sillón. Quiere meterse debajo y dormitar un rato. Ya no queda nada de la tarta, solamente migajas y el café, frío, espera ser retirado. Me levanto y permito que el gato se esconda tras la manta. Yo retiro el plato y la taza. Abandono la biblioteca. El gato duerme plácidamente, escondido bajo la manta del sillón. Sé que afuera, cuando paseo, veo terrazas repletas de personas que practican una costumbre casi olvidada y distorsionada. Y sonrío porque hay elementos que perviven. Pero  Stefan Zweig y yo, un vivo y un muerto, sonreímos ante la ausencia en los hogares o en los lugares de trabajo de una práctica ortodoxa e íntima. Somos así de débiles, nos gustan las viejas costumbres: Kaffee und Kuchen. Y un buen libro. 

Comentarios

nmj.graphiteart ha dicho que…
Trasmites paz...
Diebelz ha dicho que…
Supongo que se debe al contagio de estos momentos de tranquilidad donde una buena tarta y un libro son suficientes para hallarse sereno y feliz. Gracias :P

Entradas populares