Sueño de una noche de verano

"Si pienso que fui hecho para soñar el sol
 y para decir cosas que despierten amor, 
 ¿cómo es posible entonces que duerma 
entre saltos de angustia y horror? 
 En mi sábana blanca vertieron hollín, 
 han echado basura en mi verde jardín. 

 Si capturo al culpable de tanto desastre 
 lo va a lamentar, 
 lo va a lamentar." 

 - Silvio Rodríguez, en 'Sueño de una noche de verano', de su álbum Causas y azares, 1986.


      Hay una barahúnda silenciada tras cruzar el retorno. El gato me olfatea arrastrando el maletín y maúlla sin cesar. Se tira panza arriba y le sonrío. He retornado de un viaje que desconocía en mi cartografía. Una travesía anidada en una urgencia y en coordenadas geográficas ignotas después de visitar tres continentes distintos y que, sin embargo, no se situaba tan lejos. Se confirmaban las décadas de soledad y se afirmaba que mi propio empeño no estaba mal encaminado. Y que fue duro. Y será duro. 

    Viajar solo hacia ese lugar que nadie me indicó ni quiso acompañarme era una declaración de intenciones,  el retumbo de mi existencia. Pasé las noches formateando el disco duro, dilucidando las dudas ancladas durante décadas, liberándome de las angustias, completando el puzzle de mis incompletos crucigramas analíticos. Por fin me aclararon mi enfermedad sin formular preguntas, sin silencios, con mirada lúcida, despierta, con un fruncir de ceños, con sonrisas, sin esperanzas pero aliviado. Solo quería estar en ese lugar donde nadie me miraba con sospechas, carentes de compasión algodonadas, tristeza cincelada en sus rostros. Ver a quienes son como soy yo, hablar y conocer sus historias, las personas que padecen mi enfermedad por primera vez. Sentirme entendido, aceptado, reafirmado y menos raro de lo que ya afirma el hecho cuando pido un Capuccino desde otro ángulo en el aeropuerto o cuando me levanto de la silla. 

        Quería y estuve en un lugar donde hallé el alivio. Y saber que lo que hago y decido, sin indicaciones ni apoyo de a quienes más quiero, es lo correcto. Me he visto en el espejo sin miedo. He visto personas con mi enfermedad, u otras semejantes, acompañadas por sus parejas y eso me contenta. Porque aunque a mí me han dejado por ese motivo, hay personas que se abrazan y se besan, las acompañan una cohorte de amigos, familiares y las apoyan. Eso me consuela y afianza mi, hasta este momento, enclenque fe ateísta en un mundo que soñaba y dibujaba Eduardo Galeano. Les sonrío y me siento en paz. En los pasillos, en la cena, hablo y me siento más tranquilo. Sé que los momentos que he experimentado no son anómalos, pero estaba en soledad. 


     Tengo ganas de implosionar mi conducto lacrimógeno por felicidad. Aunque en mi vida hubo un inexistente apoyo hasta que llegué a Asenecan, ahora me siento menos solo, más entendido. Tomo apuntes con ganas de batallar como si fuera la reencarnación de Gramsci o el Che Guevara que porto en mi pullover. Quiero combatir los horizontes ocultos, abrazar a los desesperados que buscan un milagro que ya no existe para ellos ni para mí, pero sí mejorar sus vidas y la mía, y, ante todo, para las generaciones futuras que son las nuestras. Agradecer con un incólume apoyo a los médicos, investigadores que verdaderamente se involucran, a los trabajadores sociales, a los fisioterapeutas, familiares, personas que evitan enneciarse como los habitantes de las grandes columnas y estrías de nuestras ciudades. Me indigna lo que viví, lo que doy por hecho como ingenuo y combatir. Alguien preguntaba a un eminente médico si el aire puro ayuda a combatir la enfermedad. No, claro que no ayuda. Lo que verdaderamente ayuda es morder el aire y rebelarse. He conocido personas que han pasado por crudas pesadillas.
       
        Al llegar al aeropuerto de mi destino final, solicité levantarme. Ahogado en dudas, temeroso, el asistente quería evitarlo. Pero insistí y me levantó. Quería cruzar la puerta caminando. Para que mi padre, triste, no se derrumbara, aunque ya debería haberlo asumido hace mucho tiempo atrás. Y porque yo, ante todo, soy un combatiente ante Sierra Maestra. Caminé. Y caminaré hasta que no pueda más. Y porque, después, seguiré rodando rebelde. Rebelde de ilusión y justicia. Y por un devenir donde los niños venideros sonrían y salten, corran, se abran las rodillas y sigan corriendo. Porque muchos fuimos hechos para soñar el sol y decir cosas que despierten amor. Hoy, más que nunca, puedo caminar con la frente bien alta y decir, sin temor o vergüenza alguna, que padezco una ENM. Y lucho -de alguna que otra manera- para que las futuras generaciones no tengan que hacer lo que hago yo. Que vivan sanos y en un planeta sano, en un mundo sin hostilidades, sin avaricias, sin discriminación, sin carencias de cariño, de entendimiento, donde reine la razón, la ciencia, la empatía, la fraternidad. En suma, que vivan en la Utopía que trazamos y soñamos los que siempre soñamos, antes y después de tantos combatientes de renombre y, sobre todo, los anónimos. Los nadie. Los que sueñan una noche de verano que no sea pesadilla. 

Comentarios

nmj.graphiteart ha dicho que…
Me alegra mucho leer esto. Seguí el congreso por YouTube y la última parte me pareció muy importante. Mi mejor amiga tiene Esclerodermia y Raynaud. La Esclerodermia ahora está "dormida", pero sé que puede "despertar" en cualquier momento. Quiero estar a la altura y me estás enseñando mucho en ese aspecto y a nivel personal. :)
Diebelz ha dicho que…
Sí, hasta yo mismo estoy aprendiendo y formándome todavía, abandonando los miedos, los temores. No es un camino fácil pero no imposible. ;)

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