Il cielo in una stanza

       Gino se sentía descatalogado. O mejor dicho -se decía mientras apreciaba su propia silueta proyectada sobre la moqueta- una sombra descatalogada. Se había redimido, por fin, de la flagelación de la inconstancia por olvidar. Porque el diagnóstico y su proscrita cura, la de la nostalgia, eran irreprochables y, a todas luces, propias de una, la sentencia firme. No se lo habían sugerido, siquiera recomendado. Sus amigos, los primeros, le reprocharon toda idealización del paisanaje que había descrito. Lo mejor era buscar una actriz de doblaje, quizá un espejo de mayores dimensiones. Hallar y sacar un clavo por otro clavo, le había recordado Andrea en una noche habituada en los rincones más pormenorizados de su recuerdo. Tampoco le convidaban o deseaban a Gino remedio alguno los conocidos que se encontraba en la calle. Con desdén, mirando el reloj de pulsera e imitando una impaciencia semejante a la hallada en el maniquí de Buster Keaton, asentían ante la desazón y las explicaciones de Gino y le instaban a que olvidara. Que tenía que buscar ayuda profesional. Y así, por último, tampoco aquellos que portaban blancas, impolutas batas blancas -alguno que otro alguna gafa de pasta gruesa, negra- le sugerían o recomendaban solución. Más bien le impostaban que olvidara, que se centrara en su trabajo, pensara, con mirada átona, en su devenir que nadie supo tampoco bien lo que era. Se encogían de hombros, dejaban rodar sus pupilas, buscaban uno o varios puntos en su despacho de consulta y tanteaban: adquirir cosas, experiencias o -ya sabía Gino- simplemente ser feliz. 

       Gino, bajo un torrente humano, en plena calle, tomó la decisión de hacer lo que le imponían. Había que centrarse, recordaba, en la caballería de los días venideros ansiosos por ser tachados del calendario. Había que rehenchir horas rellenando documentos en su trabajo. Había que sonreír y quedar con chicas frente a la barra de un bar, cabizbajo, revolviendo con una paja un brebaje insulso donde chocaban los cubitos de hielo sin eco alguno. Había que viajar a Delhi, contemplar sus resquebrajados templos, pasear por el puente de Brooklyn, ver las auroras boreales en Laponia. Y todo eso lo hizo. Y todo de eso era insuficiente para curarlo de su unívoca nostalgia. Porque podría ser el empleado del mes, poseer una vivienda, un coche, colecciones propias del sinsentido, ser el viajero incansable, ser el amante deseado por tantas chicas, el bonheur ejemplarizante de todo su círculo y otros círculos, pero al final acababa solo en su cama, abatido, desarmado, rememorando la proporcionalidad del tiempo y el goce en una o varias novelas de Milan Kundera. Y cerraba los ojos. 

       Pero una vez los volvió a abrir y, mientras preparaba su desayuno, escuchó aquella canción en la radio: Il cielo in una stanza. Con sumo cuidado cogió su humeante taza de café y se recostó sobre la encimera de su cocina. Y pensó en ella y la habitación sin dolor. Se había recompuesto un vínculo no habitado hasta ahora, una compuerta no rebuscada o redescubierta por la arqueología de su memoria. Simplemente emanó de la radio un viento inefable, algo que se presentó en un espacio y en cuya ecuación no tenía mucho sentido. 

        Los días y sus quehaceres prosiguieron derrumbándose en su futuro hasta que otro día se le calló la cartera al saltar del autobús. De cuclillas recogía los billetes, las monedas y aquella tarjeta olvidada: Hostal San Lorenzo. Sonrió al verla y la extrajo varias veces en casa para, en solaz esparcimiento, delegarla al juego de sus manos y armar su huída. 

        Cualquier otra persona se hubiera ocultado tras un pretexto. Él no. Llamó al Hostal San Lorenzo y pidió reservar aquella habitación 312 e incluso, al ver que no estaba disponible hasta dentro de un mes, no tuvo dudas en adquirirla por tres días y posponer la fecha de su viaje. Me voy unos días a Florencia, le advertía a quienes se cruzaban por su camino. La razón, el por qué, la finalidad del viaje las respondía con desdén: Porque sí. Al dar esta respuesta se sentía extrañamente impetuoso, fuerte, entero. Ese vigor lo hacía sentirse mejor. Y así se sintió incluso durante sus tres horas de vuelo y al cruzar la estancia que había reservado. Pero una vez dentro dejó caer su equipaje. Con tibios pasos sobre la moqueta se adentró hasta el centro de la estancia. Contempló las paredes, la butaca, la cómoda, el armario empotrado, la ausencia de televisor o mini-bar, la altura de los ventanales. Con temor se acercó a la cabecera de la cama de matrimonio y descolgó el cuadro. Decepción. Habían borrado aquel tatuaje: «Aquí se encontraron, se desearon, se amaron, dos locos por y para siempre». Ahora se sentía como una sombra descatalogada en una estancia que fue su cielo. Aunque sus límpidos ojos azules, su vital sonrisa, seguían persiguiéndolo como aquella primera vez. 

By W. 

Comentarios

Entradas populares